De Campeche a Puerto Príncipe
Por fin hemos encontrado el título del libro: Conversando con el tiempo, y las notas autobiográficas numeradas por entregas.
Como prometimos en la primera nota hablaríamos de la segunda ocurrencia novelesca de mis familiares, esta vez les corresponde a los ancestros de mi madre.
Mi bisabuela materna se llamaba Floriana Meregildo (Ermeregildo vi en un acta de 1872), le decíamos Mamá Flor. Recuerdo haberla visto en su ancianidad, una señora diminuta, de tez oscura y la cabeza cubierta por un pañolón; debió tener el pelo crespo. Ella era oriunda de Campeche, de donde eran casi todos los familiares, incluida mi madre, que nació en el paraje La Excavación en el extremo sur- este, frente a los rieles.
A Campeche Arriba vino a vivir un español, me dijeron que era gallego; no tengo precisión alguna. Era blanco y poseía un Amparo Real que iba desde ese campo hasta las lomas de la Cordillera septentrional. Podía vender pesos de acciones de los sitios comuneros dentro de su amplio radio de acción. De él se prendó la negrita que era Mamá Flor, que como más tarde le sucedería a Madame Suquí, quiso tener su Yelidá mulata. Al fin, como era simpática, excelente bailadora, conquistó al bisabuelo Agapito Serrano, de ojos claros y según los familiares, buenmozo.
Fijaron fecha de matrimonio, pero no había forma de conseguir el ajuar para la boda, de modo que, como era costumbre, fue a la ciudad más grande de la isla, a Puerto Príncipe, aprovechando para vender andullos, como el abuelo paterno. Pero, como había que descansar los animales de tan largo viaje, después de comprar lo necesario, al regreso, pernoctó en la casa de otra Madame Suquí y esta se prendó del blanco, como aquella, y este nuevo Erick durmió con ella, y después de esa noche, cuando ella salía, todo era querer venir a cumplirle a Florencia, pero tenía que devolverse de la frontera y volver mansito donde la haitiana. Después de varias tentaciones, un vecino le dijo: “Cuando ella sale deja amarrado en la pata de la mesa un gallo. Si lo sueltas, podrás irte, porque ese tiene el Guanguá.”
Lo soltó y pudo traspasar la frontera y cumplir su palabra de amor a la negrita de Campeche.
De ahí nos viene el apellido Serrano. En cuanto al Castro o de Castro, como vimos en mi acta de nacimiento, ella aparece como Ofelia Serrano Castro.
Los Castro o de Castro de Campeche en Barbero
Por el lado paterno de mi madre, también hay campecheros. Parecía una premonición de su destino. Pero de eso hablaremos más adelante.
Los Castro o de Castro, vienen de Santa Marta, Campeche, en la confluencia de los ríos Cuaba y Maguá. En viejos papeles descubrí que mis bisabuelos eran Venancio de Castro o Castro y Sotera Suárez.
A mí particularmente, eso del “de” en agricultores pobres como eran mis bisabuelos paternos de mi madre, me huele a manumitidos, los esclavos cuando eran liberados tomaban el apellido del amo y anteponían que fueron de su propiedad con el sospechoso “de” que delataba sus orígenes. Por la comparonería nacional de buscar noblezas y blancuras donde no las había, porque si bien los Suárez eran mulatos, del Castro no se sabe, pero el color de los hijos los delata. Pero, cada quien con sus problemas raciales, desde aquel del “negro detrás de la oreja”…
Tuvieron varios hijos: Fernando, Benito Castro o de Castro Suárez y varias hembras, entre ellas una llamada Adela, casada con Josecito Martínez, policía municipal, que jugó un papel en la historia novelesca de mamá.
Fernando casó con Rafaela Hernández, otra campechera, y de ellos dependen los Castro o de Castro Hernández que fueron distinguidas personalidades de Pimentel, el antiguo Barbero.
Benito, por su parte, no era un hombre tranquilo como su hermano. Casó con una sobrina del general Olegario Tenares, Cecilia, apodada Chila, natural de Castillo, con quien tuvo varios hijos. Empero, como un Casanovas pueblerino tuvo varias amantes y “queridas”, como era costumbre en el país. Una de estas últimas fue mi abuela, Toribia Serrano Meregildo, a quien le llamaban Biba.
Lo que produjo una construcción cómica cuando mamá decía: “Cuando la difunta Biba estaba Viva…”
Mamá creía que era hija legítima, porque veía a su padre levantarse temprano, enjuagarse la boca y salir a los trabajos, pensaba ella.
El hecho de estar casado con una Tenares, hizo que su gran amigo, el general Lilís que llegó a visitar dos veces a Laureano Germán, casado con una hermana de Benito, lo nombrara coronel del Ejército. Este señor Germán había donado el terreno donde está ubicado el pueblo, por lo que la calle donde nací era la Avenida Germán, ahora Avenida Independencia y antes Presidente Trujillo y el parque, hoy Duarte, también llevó su nombre. Hoy, apenas un pedacito de calle lo recuerda. Al rememorarlo, creo que en parte lo resucito.
Mi madre nació el 3 de julio de 1898, recibiendo los nombres de María Ofelia Serrano, aunque de niña firmaba Castro, y yo también, hasta que al no aparecer su acta de nacimiento, se utilizó la fe de bautismo y solo aparecía como hija de Toribia Serrano.
En cierta forma, me alegré: el Serrano es más sonoro que el Castro o de Castro unido al Mora, porque hace elevar la voz, no es lo mismo Manuel Mora Castro o de Castro, que Manuel Mora Serrano. No suena igual, porque además, dice algo, como se me tildó haberlo inventado con aquello de “¿Dónde Mora el Serrano?” cuando debatimos en el periódico El Sol defendiendo el derecho de los provincianos de ser reconocidos.
El caso es que, en 1903, cuando el alzamiento de los lilisistas, encabezados por Perico Pepín, el abuelo, con todo y su coronelato cayó en San Carlos, víctima de su poca experiencia militar, quizás. Siendo enterrado en el Cementerio Nacional de la Avenida Independencia, cuando mis tíos Felipe Castro Tenares, que no volvió al pueblo, y se quedó viviendo en esta ciudad, hasta que un día encontré a su hijo Felipito que me contó lo que sabía del pariente perdido y Genaro Cordero, otros de los hijos del Coronel que llevaba el apellido materno, vinieron a levantar el cadáver. En 1937, cuando tenía 4 años, que fue mi primera visita a la ciudad, ella me llevó a ver la lápida de la tumba que estaba en el fondo sur central, colindando con la calle El Número y en 1951 cuando fui a estudiar derecho la vi, pero con tantos muertos en la Revolución de Abril, desapareció.
La novela de Mamá enamorada
sin conocer al futuro esposo
Al quedar huérfana de padre y no ser hijos legítimos, no heredaron, ella y sus hermanitos cayeron en la pobreza extrema. En esas condiciones, al ver que la muchachita era muy despierta, una señora que fue todo un personaje en la región. como maestra en Salcedo, San Francisco de Macorís y Pimentel: Petronila Bergés Fondeur, doña Toní, la crió, llevándola a su casa a los cinco años; con ella aprendió de buenas maneras y todo lo que sabía: atender visitas, comer en una mesa, coser y bordar, es decir, la educó. Todo ello le sirvió para llegar a ser una maestra total, que ejerció el magisterio hasta morir, ya que cuando fue jubilada alfabetizaba a quien fuera, incluyendo las muchachas que fueran a trabajar a su casa.
Ahí no termina lo de la tía Toní, como la llamaba ella y la imitaba yo, sino que esa señora casó con Damián Ramis, un mallorquín que llegó a tener en el pueblo junto a su hermano Mateo el famoso almacén Hermanos Ramis, y para más coincidencias, mi esposa, Josefina Ramis Bruno, era nieta de dicha ella, razón por la cual aparecemos en la genealogía de los Bergés Fondeur.
Sucedió que en Pimentel necesitaron un Comisario por los muchos robos y asaltos, y papá, que finalmente había entrado al ejército en 1917, fue seleccionado para el cargo. Mamá, que ya tenía unos veinte años, jamona para la época, cuando supo que venía, dijo a su hermana Adela, casada con el policía: “Voy a conquistar al Comisario”.
Ocurrió que el día que llegaría, le correspondería recibirlo a Josecito Martínez y Adela; de compinche, la puso a servir el café al Comisario.
Cuando papá estaba llegando, le vio el pelo blanco por una ventana, y murmuró un poco decepcionada: “Pero si el Comisario es un viejo” y su hermana le dijo: “Tiene el pelo blanco, pero es joven”. En efecto, papá tenía 27 años.
Cuando llegó, fue a brindarle el café y le preguntó, muy fresca: “¿El Comisario es casado?” y él le dijo: “No soy casado”. “Pero tiene una hija en Macorís”. “ Sí, la tengo, pero no soy casado”, le contestó. Y ella, siguiendo con su plan, volvió a la carga: “¿Se puede saber porqué no se ha casado el Comisario?” y él le dijo: “Porque nunca he encontrado una mujer que no sea celosa”. Ella dijo que ahí terminó todo, pero cuando se hacía referencia de eso, papá, socarronamente, le decía: “Entonces tú me dijiste: Pues cásese conmigo, que yo si no soy celosa”. Lo que enfurecía a mamá y nos hacía reír a todos.
Al poco tiempo, como estábamos en 1918, papá contrajo la Influencia o la Gripe Española y mamá fue la única de sus varias novias que se abnegó cuidándolo hasta que se recuperó. A veces pienso, que por esa acción se ganó el matrimonio, porque nunca le habló de las otras, que bien sabía; todo se sabe en pueblo chiquito, y nunca mostró celos ni mencionó sus nombres.
Durante 14 años no tuvieron hijos. Papá sí, y ella no solo acogió a los que tenía en Bánica y la de San Francisco, mis hermamas queridísimas, que fueron en cierta forma más que hermanas, tanto, que a Celia le decía Mamaya, por Mama Aida y casi todas las demás hijas que ella acogió terminaron llamándola “mamá” y, por aquello de que no era celosa, también crió a casi todos los que papá tuvo después.
Habían casado el 31 de diciembre de 1919. Yo vine al mundo el 5 de septiembre de 1933. Mamá Cesa, mi abuela paterna, me dijo que un día la vio recogiendo hojitas y dijo: “Parece que Fella, al fin, está esperando”. De mi Pimentel, de mi nacimiento y otras historias, hablaremos en próximas entregas; por ahora, iluminamos esta larga nota sin imágenes con la de mis padres recién casados. Llamando la atención que él apareciera sentado y ella de pies, como parece que se estilaba entonces, notándose que él era de color blanco, como los Mora macorisanos, y ella, con el tinte de la abuela negra, aunque la difunta Biba era una mulata de piel clara, sin embargo, a mamá la hacía una mulata plena, una muestra más de las mezclas de razas de cada familia; el ADN no miente.