El constitucionalismo es una técnica de tutela de la libertad a través de la organización del poder basada en su control. Y es que el constitucionalismo parte de la premisa liberal de que, como bien afirmaba Lord Acton, “el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente”. De ahí que el verdadero constitucionalista está claro en que incluso una democracia, sin controles del poder, deviene en un autoritarismo popular tan nocivo como una autocracia. Por eso, las constituciones establecen todo un sistema de frenos y contrapesos (los “check and balances” del constitucionalismo angloamericano) que parten de la teoría tradicional de la separación de poderes, inspirada en la propuesta de Montesquieu de que “para que no se pueda abusar del poder es necesario que por la disposición de las cosas, el poder limite al poder”.
En todo caso, lo cierto es que, como bien demuestra Roberto Gargarella, sin perjuicio de la consolidación de las reformas emprendidas para el establecimiento de nuevos órganos de control “extrapoderes” (Defensor del Pueblo, Ministerio Público autónomo, auditorias o contralorías independientes, etc.), una nueva organización del poder es tarea impostergable del constitucionalismo latinoamericano. Y es que existe un fuerte contraste entre la parte dogmática de la Constitución (la de los derechos y garantías fundamentales) y su parte orgánica (la “sala de máquinas”, donde se establece la organización del poderes del Estado). Así, ha venido reservándose “para la vieja alianza liberal-conservadora el control de la sala de máquinas de la Constitución, mientras que se delegaba a los grupos más radicales el trabajo sobre la sección de los derechos. El resultado de esta distribución de tareas fue el crecimiento de constituciones en fuerte tensión interna (en donde una parte de la Constitución se constituía en principal amenaza de la otra) y el mantenimiento de una estructura de poder todavía muy impermeable a las crecientes demandas sociales provenientes desde la sociedad civil, lo que aseguraba el surgimiento de más tensiones entre ciudadanía y Constitución”.
Pero, más allá de esta asignatura pendiente del constitucionalismo latinoamericano de una nueva organización del poder político, hoy los dominicanos, al igual que el resto del mundo, enfrentamos una tarea aún mayor y más difícil: la de domesticar constitucionalmente unos poderes tan potentes o más que los propios poderes públicos, que son los “poderes salvajes”, los poderes privados de la sociedad civil y el mercado, que, como bien señala Ferrajoli, “se manifiestan en el uso de la fuerza física, en la explotación y en las infinitas formas de opresión familiar, de dominio económico y de abuso interpersonal”. Estos poderes salvajes, “poderes fácticos” o “poderes invisibles” (Bobbio), obligan a repensar el control del poder para poder así fiscalizar los poderes privados desde una perspectiva conceptual de un “constitucionalismo de Derecho privado” que busca minimizar los poderes privados y domésticos. Tal como establece Ferrajoli, “está claro que el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales también en estos ámbitos privados exige una articulación del Estado de derecho más compleja que la fundada hasta ahora, según el modelo liberal, sobre la clara diferenciación entre derecho público y derecho privado”. De lo que se trata es de configurar un constitucionalismo de Derecho privado capaz de controlar unos poderes que, al no estar regulados, son tan absolutos como lo eran los viejos poderes públicos antes de su control constitucional.
Entre los más importantes sectores de referencia para este constitucionalismo encontramos: (i) el de los partidos políticos que, en cuanto asociaciones privadas con funciones constitucionales de articulación de la voluntad electoral, tienen que ser regulados adecuadamente en cuanto a su constitución, funcionamiento, financiamiento, democracia interna y derechos de sus afiliados y dirigentes; (ii) el de la defensa de la libre y leal competencia mediante mecanismos efectivos para sancionar oportunamente las conductas monopólicas y de abuso de posición dominante de las empresas; (iii) el de la liberalización del transporte de carga y pasajeros en manos de empresas disfrazadas de sindicatos que establecen barreras de entrada al mercado y realizan otras prácticas anticompetitivas; (iv) el control de la concentración –pero no de su contenido- de los medios de comunicación pues, como bien afirma Sánchez Noriega, “un gran grupo mediático se convierte en un poder fáctico que, en el espacio político, tiene capacidad para boicotear determinadas leyes o difundir demandas concretas en la opinión pública y, al mismo tiempo, posee capacidad de resistencia frente a las imposiciones del poder político”; (v) la protección de los derechos fundamentales inespecíficos del trabajador, como es el caso de la dignidad humana, la intimidad, la igualdad y la no discriminación, campo en el que la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia ha sentado precedentes constitucionales valiosísimos; y (vi) “la separación entre poderes políticos y poderes económicos, dirigida a reestablecer la independencia y la primacía de los primeros sobre los segundos” (Ferrajoli), estableciendo, por ejemplo, la inelegibilidad para cargos públicos de quienes son titulares de relevantes intereses y poderes privados, como ocurre con quienes por si mismos o en calidad de representantes de empresas privadas resulten vinculados con el Estado por contratos, concesiones o autorizaciones administrativas de notoria magnitud económica.
Tenemos décadas inmersos en la reforma del Estado y todavía queda mucho por hacer. Pero es tiempo ya de emprender, simultáneamente con la continuación de aquella, el control constitucional de los poderes privados, para de ese modo, no solo domesticar jurídicamente los poderes del mercado, sino también darle sostenibilidad a las reformas realizadas y por hacer del sector público. Solo así podremos hacer realidad un capitalismo competitivo y socialmente responsable, es decir, una economía social de mercado, que es la base del Estado Social y Democrático de Derecho consagrado por el artículo 7 de la Constitución.