Diversas razones de índole histórica han contribuido a que el estudio de la literatura dominicana constituya prácticamente una rareza en el campo del latinoamericanismo. En lo que respecta a las Antillas de habla hispana, una rápida ojeada a la bibliografía crítica de la región revela una clara preferencia por la producción literaria de Cuba y Puerto Rico. Esta realidad fácilmente constatable respalda la valencia de The Development of Literary Blackness in the Dominican Republic (University Press of Florida, 2004), de Dawn F. Stinchcomb, como una aportación significativa en el campo de los estudios del Caribe. El trabajo de Stinchcomb cobra un relieve mayor si se toman en cuenta las repercusiones de su temática en el contexto de la República Dominicana de hoy.

Stinchcomb se interesa por rastrear el motivo de la raza en la historia literaria dominicana. La autora insiste en la vigencia de una literatura afrodominicana que ha sido obviada en el canon insular. Las causas de la relativa invisibilidad de esta vertiente de la literatura dominicana hay que buscarlas en el siglo XIX, sobre todo en el período inmediatamente posterior al 1844 de la fundación de la República Dominicana en lucha contra Haití. Stinchcomb repasa los pormenores de esta coyuntura histórica y subraya la manera en que la élite letrada procuró narrar la nación tomando como mónada ideológica el entender Haití como espacio de otredad non grata necesaria para la legitimación de cierto modelo de identidad cultural; este modelo, que persiste en la actualidad con indiscutible fijeza, consiste en dar primacía a la herencia hispánica e indígena en detrimento de la tradición africana en la teorización de lo dominicano. La investigadora explica la manera en que esa visión de lo nacional se legitima desde la literatura, y analiza el Enriquillo (1882) como epítome de ese gesto. Ciertamente, la novela de Manuel de Jesús Galván constituye un paradigma en cuanto a la exaltación de la dominicanidad como resultado de la fusión del sustrato indígena con el europeo, pero un texto como el poema "Anacaona" (1880) de Salomé Ureña de Henríquez, que despliega con igual o mayor vehemencia esa misma retórica, merecía al menos una mención.

En el capítulo segundo, Stinchcomb se concentra en la obra de Manuel del Cabral, Tomás Hernández Franco, Pedro Mir y Rubén Suro como representativa de una "poesía de tema negro afín a las expectativas europeas" (p. 41). La autora subraya la posibilidad de entender el desarrollo de la poesía dominicana de tema negro de acuerdo a tres categorías: 1) "esteticismo superficial," 2) "denuncia social" y 3) "temática neoantillana" (p. 42). En la primera categoría se incluye al Manuel del Cabral de Trópico negro (1941), mientras que Compadre Mon (1940), del mismo autor, se ubica en la transición hacia la poesía negra vinculada a la denuncia social. Sorprende que en su lectura en torno a Compadre Mon, Stinchcomb destaque la simbolización positiva del negro en algunos fragmentos de este extenso poema pero pase por alto la sección titulada "Compadre Mon en Haití", en la cual se representa al haitiano como bárbaro de acuerdo con la simbología demonizante articulada por la pedagogía nacionalista dominicana.

En cuanto a la tercera categoría de la poesía dominicana de tema negro, la que corresponde a la exaltación de la mulatez, la autora dedica breves análisis a la obra de Rubén Suro y de Tomás Hernández Franco. En la poesía de Suro, sorprendentemente poco estudiada por la crítica, Stinchcomb identifica la primera representación del negro como sujeto dominicano, no como nacional de Haití ni cocolo, toda vez que halla en Suro un evidente planteamiento en torno a la hibridez racial. Con todo, a juicio de la autora esta propuesta relativa a la mulatez se encuentra mejor elaborada en Yelidá (1942) de Tomás Hernández Franco. Stinchcomb repite la lectura que Cocco-De Filippis, Incháustegui, Alcántara Almánzar y Deive han hecho de la figura de Yelidá como quintaescencia de una dominicanidad mulata.

Completa la discusión sobre la poesía dominicana de tema negro, el estudio somero de un único texto de Pedro Mir: "Poema del llanto trigueño" (1938), y, curiosamente, de la novela Over (1939) de Ramón Marrero Aristy. El reparo de Stinchcomb con respecto a la obra de Mir y Marrero Aristy consiste en que, si bien ambos autores participan de la estética de la poesía de tema negro, ninguno de ellos asumió abiertamente su negritud. Esta alternativa ética sí la encuentra la autora en escritores dominicanos negros de origen haitiano, cocolo y estadounidense. En efecto, en el capítulo tercero, Stinchcomb analiza extensamente la poesía de Juan Sánchez Lamouth, de origen cocolo, Jacques Viau Renaud, hijo de haitianos y héroe de la Guerra Civil de 1965, y Norberto James Rawlings, descendiente de jamaicanos por línea paterna y de estadounidenses negros establecidos en la isla en la época de la ocupación haitiana (1822-1844). En la obra de estos tres autores, Stinchcomb ve prefigurados los contornos de una nueva concepción de lo dominicano, en el sentido de que ninguno de ellos oculta en su poesía su origen afroantillano.

Si bien en la poesía de Sánchez Lamouth, Viau Renaud y James Rawlings se pueden encontrar textos celebratorios de la afrocaribeñidad que los define como sujetos, el corpus literario de estos autores se decanta por múltiples variables temáticas. Stinchcomb encuentra en la literatura dominicana del postrujillismo un asedio mucho más directo al modelo de identidad cultural hispanocéntrica defendido por la doxa cultural dominicana. La narrativa de Aída Cartagena Portalatín y la poesía de Blas Jiménez constituye el material que le sirve a Stinchcomb para adelantar esta hipótesis en el último capítulo del volumen. Enfocándose en la colección de relatos Tablero (1978), la estudiosa destaca de la narrativa de Cartagena Portalatín el afán manifiesto de simbolizar la negritud como "una cualidad cultural inherente a la dominicanidad" (p. 90), así como el procurar subvertir ciertos tópicos de la mujer negra presentes en la tradición literaria dominicana. Por su parte, en su análisis de la poesía de Blas Jiménez, Stinchcomb se preocupará por hallar los signos que apunten al planteamiento de una identidad netamente afrodominicana.

A pesar de notorias omisiones en el análisis de la tradición afrocaribeña en la literatura dominicana, en particular Las metamorfosis de Makandal (1999) de Manuel Rueda y la narrativa de Juan Bosch, hay que reconocer que el estudio de Stinchcomb contribuye en algo a sanear ese discurso intelectual dominante de su prurito de homogeneidad en cuanto a la definición de lo cultural dominicano.