Nadie duda que los políticos son gente importantes. Una sociedad no funciona si no tiene una clase política que la administre. Pero si bien los políticos disfrutan de los mismos derechos constitucionales que los ciudadanos, estos últimos son más importantes que ellos. Tal aserto se desprende de que, en sus funciones, los primeros deben estar al servicio de los segundos. Sin embargo, la tradición autoritaria que ha prevalecido entre nosotros ha revertido esa situación. Y para corregir los resultados se requiere ahora, entre otras cosas, de una reconfiguración del Estado.
En la presente coyuntura de la sociedad dominicana existe un clamor ciudadano por un control y una limitación de la clase política. Tal aspiración ha sido motivada por la rampante corrupción que la abraza y por una cooptación de los poderes públicos que impide que los pesos y contrapesos de la democracia jueguen su papel. Voces autorizadas piden una reforma constitucional para corregir el flagelo, pero las propuestas de reforma se han limitado hasta ahora a la creación de un ministerio público independiente y a desligar los órganos de control del Estado de la tutela del Poder Ejecutivo (https://acento.com.do/2017/opinion/8484715-del-inframundo-social-la-democracia-1/).
Pero se necesita más que eso. Es preciso desmantelar una buena parte del andamiaje institucional, de manera que se redimensione el Estado para reducir la abrumadora supremacía de la clase política sobre la sociedad civil. Basta con mencionar que un estudio de la oenegé Oxfam (¨Se Buscan Recursos para Garantizar Derechos¨, 2017) identifica 70 entidades del Estado cuyas funciones están duplicadas. Por su lado, la diputada Faride Raful presentó ante la Cámara de Diputados recientemente un anteproyecto de ley para eliminar 57 instituciones oficiales que son redundantes. El corolario de esta hipertrofia estatal es el de los enormes salarios que devengan muchos funcionarios aun cuando en el 2013 se promulgó una Ley de Regulación Salarial de la Administración Publica que esta supuesta a corregir el entuerto pero que no ha sido aplicada.
El Estado ha hecho metástasis porque, de acuerdo a la Teoría de la Elección Publica –de la cual el Nobel de Economía James Buchanan es el principal expositor– el comportamiento de los políticos y burócratas no es diferente al de otros actores económicos. Según este abordaje económico de la función pública, su conducta busca ¨maximizar el presupuesto público¨ para satisfacer sus propios intereses individuales, teniendo al bienestar colectivo como un objetivo secundario. Dicha teoría postula que los fallos del mercado son consecuencia de los fallos del Estado y su reducción o limitación es una precondición del bienestar de la sociedad (https://es.wikipedia.org/wiki/Teor%C3%ADa_de_la_elecci%C3%B3n_p%C3%BAblica).
Entre nosotros hay dos factores particulares que son responsables de la elefantiasis estatal. El primero tiene que ver con el carácter autoritario de los gobiernos, una odiosa tradición que ha devenido en el uso del poder político para expandir al Estado en aras de satisfacer la clientela política. De esa práctica se pueden culpar todos los gobiernos de la época postrujillista. Pero el otro factor es el laizzez faire gerencial de los gobiernos del actual partido de gobierno. Este ha, por ejemplo, nombrado 170 generales en las Fuerzas Armadas cuando no deberían existir más de tres o cuatro. La justificación es que es preferible apaciguar las aspiraciones castrenses de esa forma a que la inconformidad por el inmovilismo en los rangos desemboque en una asonada militar o cree tensiones innecesarias.
En tanto se traduce en la necesidad de aumentar o crear nuevos impuestos, la propensión desenfrenada a expandir el aparato burocrático es motivo de una perenne enemistad entre los gobernantes y los empresarios. Diríase que es la razón principal del ¨brejete¨ permanente entre el Estado y el mercado. Pero cuando a eso se añade una rampante corrupción entre los burócratas, hasta muchos empresarios que se benefician de ella demandan su eliminación. Es como si se percataran de que tal estado de cosas perjudica la institucionalidad y la seguridad jurídica que les son indispensables para hacer sus negocios. El instinto le dice, aunque no sea por razones relativas al bienestar colectivo, que les conviene más un Estado administrado con principios de moralidad pública.
A comienzo de los años noventa existió aquí un clamor del empresariado por una liposucción de la adiposidad estatal. Eran tiempos en que todavía no se había desmantelado el enorme aparato paraestatal que nos legó la dictadura. Esto coincidió con una proliferación de la doctrina de la privatización de las empresas públicas en América Latina como forma de achicar el Estado para restringirlo a un rol de facilitador y regulador. Pero desde entonces también se comenzó a notar la tendencia de la clase política a abultar la nómina pública para satisfacer a su clientela. De nada sirvió la creación en 1994 de la Comisión Nacional de Reforma del Estado para contener esa práctica.
Como resultado se comenzó una campana, auspiciada por los proponentes de la visión ¨neoliberal¨ de la economía, para forzar una disminución de los tentáculos estatales. Un prominente fruto de ese esfuerzo fue el estudio, dirigido por quien escribe y llevado a cabo por una veintena de profesionales nacionales, que culminó con el libro ¨Privatización de Empresas Publicas y Redimensionamiento del Estado¨ (1994), el cual vislumbraba la privatización total o parcial de un grupo de entidades gubernamentales o paraestatales. Y a partir del 1996 y después de instalarse un nuevo gobierno del PLD se emprendió un programa de privatización de las empresas públicas dirigido a introducir a los inversionistas privados en su manejo mediante de la venta parcial de sus activos.
Durante mucho tiempo, sin embargo, redimensionar al Estado significó solamente vender las empresas públicas de CORDE y al CEA. A nadie se le ocurría vender la que hoy se llama CDEEE por su ¨papel estratégico¨ en el desarrollo nacional. Se fueron creando después una multitud de nuevas entidades estatales –incluyendo la OISOE– y son docenas las comisiones nombradas por el Poder Ejecutivo para atender a problemas o sectores específicos. Hoy día tenemos un Estado hipertrofiado, tal y como lo han señalado Oxfam y la diputada Raful, además de una nómina pública inflada y supernumeraria de unos 650,000 ¨servidores públicos¨.
Corregir estos entuertos debe ser una meta importante en cualquier programa de gobierno que produzcan los partidos de cara a las elecciones del 2020. El desarrollo del país se estanca y empantana como resultado de ese enorme peso relativo del Estado en la economía nacional. La clase política deberá aceptar una reducción sustancial de sus privilegios para que podamos elevar la bandera de la moralidad pública y desterrar la codicia como motivación principal del quehacer político. Y para que podamos eliminar las prácticas corruptas.
Esto debe hacerse con un programa masivo de redimensionamiento del Estado. El más urgente y necesario ejercicio de racionalización tiene que ver con la eliminación de la duplicidad de funciones en las 70 instituciones redundantes que identificó Oxfam, para lo cual puede apelarse a los números estudios del Ministerio de Administración Publica. Esto debe ir acompañado de un agresivo esfuerzo de la venta de todos los activos estatales en el sector eléctrico, conservando el Estado un rol de regulador transitoriamente apoyado por la Superintendencia de Electricidad de Japón o de Singapur. Ademas, debe procederse a una venta total del Banco de Reservas –porque solo la angurria trujillista justificaba que el Estado dispusiera de un banco comercial—y de la nefasta CORPHOTELS –por ser no solo injustificado que el Estado posea hoteles sino también por ser uno de los peores ejemplos de las canonjías políticas..
De igual forma un nuevo gobierno debe reducir en por lo menos una tercera parte la empleomanía estatal, aunque sea con la cancelación pura y simple de los servidores públicos que no trabajan o que ejercen funciones innecesaria. Y si queremos prohijar un Estado ágil y facilitador, promotor a la vez de la cohesión social a través de la distribución equitativa del gasto público, tendremos también que eliminar al Banco Central y adoptar el dólar estadounidense y el euro como las monedas nacionales. Solo así podremos dar un golpe de gracia al clientelismo y el parasitismo de la clase política. ¿Tendrá algún partido político el coraje suficiente para, además de las reformas constitucionales que combatirían la corrupción y la desigualdad, entender que el redimensionamiento del Estado es igual de necesario?