Uno de los efectos del hedonismo en la cultura ha sido y es, en este nuevo siglo, el voraz impulso por consumir alegrías. Es una idea obsesiva que nos llega desde el mundo de las industrias culturales y que lo ha permeado todo. De ahí la frágil identificación actual entre felicidad y alegría o la idea común de que la felicidad es ese sentimiento que acompaña a un estado de bienestar relacionado con el jolgorio, el bullicio, el terrible “pasarla bien” o sencillamente el “disfrutarlo todo”. En una ecuación simple, el sujeto actual es un consumidor insaciable de alegrías.

Herbert Marcuse en el “hombre unidimensional” advirtió sobre la manera en que las industrias culturales crean un tipo de pensamiento único, acrítico, que condiciona la conducta de los individuos en un aparente sujeto feliz, pero que, a la larga, solo ocultaba las graves contradicciones de un sistema capitalista de consumo. Ese sujeto único, sin pensamiento propio, aflora en esta conducta que observo por doquier: consumir alegrías. Ello de forma tan irracional y desmedida que cualquier actividad u ocasión en que se realice algún trabajo o labor tiene sentido en la medida en que sea posible “pasarlo bien”.

Seamos claro, cuando el epicureísmo adoptó el hedonismo como su filosofía para la vida no estaba pensando en lo desmedido y el disfrute irracional de los placeres. El hedonismo de Epicuro se nutre de la verdad natural observada (parece que los seres vivos rehúyen al dolor y se acercan al placer, que en griego se dice “hedonés”) y de la convicción de que todo conocimiento verdadero proviene de la sensibilidad.  En este sentido, el hedonismo griego, como filosofía y ejercicio espiritual, era una vida dirigida por la razón, por la armonía que surge del orden y la sabia elección de lo naturalmente necesario. Así que cuando nos referimos al hedonismo actual lo que observamos, por oposición al anterior, es el descontrol, lo banal, el consumo excesivo de lo superficial y artificial.

Consumir alegrías significa, en términos llanos, pensar que el otro tiene que hacer cosas que me resulten placenteras, que los demás son quienes me dan o venden un producto que puedo consumir por vía de adquisición monetaria. De este modo, como la alegría es un bien que, como el deseo, se consume en su propia experiencia debo adquirir y acumular más dinero para comprar y consumir más alegrías, en una especie de orgía perpetua. El tedio presente en la cultura actual no es más que un reflejo de este impulso loco por consumir alegrías. De este modo, el sujeto insaciable que devora alegrías es quien no se conoce y no es capaz de manejar las inevitables horas de silencio y soledad. La pérdida de sí es lo que trae consigo el afán desmedido por consumir alegrías. 

Regularmente los momentos de alegrías son espacios gratuitos y desinteresados en los que el valor comercial de la relación no está presente. Las alegrías surgen del dar y recibir gratuitos lo que el mundo, los otros y nosotros mismos tenemos para dar(nos). La alegría que se recibe no lleva la marca del consumo porque consumir es adquirir monetariamente un objeto del mercado, consumir es un intercambio de bienes. Consumir alegrías es adquirir de las ofertas en el mercado lo que se desea y tirar una vez usado.

La alegría no es entretenimiento. La industria cultural usa el entretenimiento para vendernos alegrías como un producto de mercado, una cosa de intercambio. Si queremos hablar de una alegría auténtica necesariamente hay que distanciarla del cálculo o de los bienes de intercambio. Esta última debe surgir de la espontaneidad del darse, del ser y existir auténtico que solo son percibidos por el espíritu reglado de quien es capaz de escucharse en silencio y, como decía David Hume, poseedor de una delicadeza en el gusto y una razón templada.

No todos estamos llamados a una vida ascética y menos a un misticismo extraordinario, de ningún modo. Pero sí estamos convocados a ser sinceros y honestos, dos virtudes esenciales para lo que podemos llamar una auténtica alegría, aquella que existe más en el rumor que el jolgorio, más en el silencio que en la bulla; en el ser sí mismo.