Las olas se alzaban de manera suave y elegante sobre la superficie del mar… Su movimiento, por alguna extraña razón, me recordaba a la manera en que los brazos de un niño se alzan para volar una chichigua. Luego se estrellaban con fuerza, y mi alma se quedaba allí, revuelta entre nubes de espuma y sal.
Yo me quedaba muy quieta, escuchando el sonido que hacía el estrellar de las olas… Un sonido que se quejaba muy amargamente aquella tibia tarde. Así estuve por horas sentada en la arena, postergando la cotidianeidad, clavando mi mirada anhelante en el horizonte.
A lo lejos escucho una voz de tono interrogante, pero estaba muy concentrada como para fijarme en su procedencia. Medio minuto después, sin embargo, lo supe. Sentí una sombra alargarse sobre mí, y giré hacia mi derecha para ver a un niño, preguntándome insistentemente porqué no quiero ayudarlo.
"¿Ayudarte con qué?" Le pregunto, saliendo de las profundidades de mis pensamientos.
El niño, indudablemente consternado con mi indiferencia previa, me pide que lo acompañe. Adentra los pies en la orilla del mar, y recoge un poco de agua entre sus manos.
"Mira." Me dice. Observo el agua transparente que empieza a gotear entre sus pequeñas palmas apretadas.
"¿Qué es lo que me pides que mire?"
"El color del agua." Me dice acongojado.
"Yo no veo nada extraño."
El niño la mira perplejo. "¿No ves que ya no es azul?"
"Es porque el mar no es azul." Le rodeo las manos que siguen sosteniendo el agua, y le explico, "ese azul de oscuro esplendor es el color del cielo, que el mar refleja."
"¿Del cielo?"
Le asiento con la cabeza, en señal de afirmación. El niño hace una mueca, resistiéndose a llorar, y me percato de que para él, este asunto es uno verdaderamente importante y serio.
"¿Qué te entristece?" Le pregunto.
"Que no puedo alcanzar el cielo."
"¿Y para qué quieres alcanzar el cielo?"
"Necesito atrapar ese color azul."
Derrama el agua que tenía en sus manos, y me muestra el collar que le rodea el cuello. No era un collar precisamente, más bien, se trataba de una fina soga atada a una diminuta botellita. "Es el mismo azul de los ojos de mi mamá," me explica, "no había vuelto a ver ese azul desde que… Desde que…" Su esfuerzo se quebranta, y se deshace bruscamente en sollozos.
Qué pequeño se veía ahora aquello que me angustiaba antes. Tantas horas ensimismada en mis pensamientos grises, cuando tan cerca, había un niño que necesitaba ser consolado. Acunarlo entre mis brazos fue lo que hice para indemnizarme de mi comportamiento.
La percepción es una herramienta curiosa y extravagante.
Y en definitivo, pocas cosas son extraordinarias en la manera que lo son las añoranzas.