Si hay un tema constitucional en República Dominicana –aparte de la falsa idea de que el aborto es constitucionalmente ilícito- en el que liberales y conservadores están totalmente de acuerdo –quizás no tan paradójicamente, dado los equivocados presupuestos de metodología jurídico-constitucional que comparten y desde los que parten- es el de que la Constitución de 2010 prohíbe el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero lo cierto es que no hay un solo texto en nuestra Constitución que prohíba expresamente el matrimonio homosexual.
En efecto, lo que la Constitución establece es una norma programática mediante la cual se establece como mandato la obligación del Estado de promover y proteger “la organización de la familia sobre la base de la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer” (artículo 55.3), pero en modo alguno se declara ilícito o se prohíbe el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y es que una prohibición solo puede resultar o bien de un texto constitucional expreso –que no existe respecto al matrimonio igualitario- o bien de una ley, pues “a nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda ni impedírsele lo que la ley no prohíbe” (artículo 40.15 de la Constitución). A lo sumo, lo que la Constitución contiene es una opción estatal por el matrimonio heterosexual que, por un lado, obliga a diseñar políticas públicas que lo promuevan y lo protejan y, por otro, impiden prohibir por ley el matrimonio heterosexual. Sin embargo, este texto no debe ser interpretado en el sentido de prohibir el matrimonio homosexual. Tal interpretación es tan descabellada como como afirmar que porque el Estado debe promover “el acceso a la propiedad inmobiliaria” (artículo 51.2 de la Constitución) entonces prohíbe la propiedad mobiliaria.
En realidad, lo que el artículo 55.3 de la Constitución establece es ante y sobre todo una garantía institucional: la garantía del instituto del matrimonio. Esta garantía consiste en la protección de determinados rasgos típicos de la institución matrimonial frente a su supresión, vaciamiento, derogación o desfiguración por el legislador. Estos rasgos vendrían a ser: la igualdad de los cónyuges, la libre voluntad de contraer matrimonio con la persona de la propia elección, la manifestación de esa voluntad y el sexo diferente de los contrayentes. En virtud de esta garantía, el legislador no podría discriminar a uno de los cónyuges; establecer el matrimonio por simple consentimiento de los padres de los cónyuges; disponer el matrimonio sin que los cónyuges exterioricen su voluntad en este sentido; o prohibir el matrimonio entre un hombre y una mujer. Pero toda institución jurídica, y el matrimonio no es excepción, es eminentemente receptiva a la realidad social y a su evolución. De ahí que, en ausencia de una disposición constitucional que expresamente prohíba el matrimonio homosexual, nada impide que el legislador pueda dar cabida a nuevos supuestos, especialmente cuando estos encuentran un apoyo cada día mayor en la sociedad, como ocurre con los reclamos de la comunidad homosexual a favor del matrimonio igualitario. Y es que la garantía institucional del matrimonio no tiene como función evitar ulteriores desarrollos o ampliaciones de la institución sino impedir que el legislador suprima directa o indirectamente la misma. Extender el matrimonio a las parejas homosexuales no afecta la institución del matrimonio ni tampoco el derecho de las parejas heterosexuales a casarse, pues el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio entre sí pero no tienen el derecho a que las parejas homosexuales no se casen.
No faltaran quienes consideren rebuscada esta lectura constitucional y tiendan a ver en la Constitución una prohibición del matrimonio homosexual. En ese caso, los defensores del matrimonio igualitario cuentan con una serie de armas jurídico-constitucionales poderosísimas: la obligación de interpretar las normas en el sentido más favorable al titular del derecho fundamental, tal como ordena el artículo 74.4 de la Constitución; la inconstitucionalidad del artículo 55.3 de la Constitución a la luz de los principios de dignidad humana y de igualdad y de su carácter supraconstitucional o de constitucionalidad superior, como lo ha admitido la Sala Constitucional de Costa Rica al declarar inconstitucional que solo la mujer extranjera y no también los varones extranjeros pudiesen adquirir la nacionalidad de su cónyuge costarricense; y la inconvencionalidad del citado artículo a partir del criterio sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el Caso Atala Riffo y Niñas vs. Chile, de que “está proscrita por la Convención [Americana sobre Derechos Humanos] cualquier norma, acto o práctica discriminatoria basada en la orientación sexual de la persona”, por lo que, “ninguna norma, decisión o práctica de derecho interno, sea por parte de autoridades estatales o por particulares, pueden disminuir o restringir, de modo alguno, los derechos de una persona a partir de su orientación sexual”, a menos que se adopte la opinión más conservadora de la Corte Europea de Derechos Humanos que, en relación al derecho al matrimonio, reconoce un “margen de apreciación” a los Estados conforme a su tradición y cultura, margen de apreciación que, como bien ha señalado la jueza constitucionalizada especializada Katia Miguelina Jimenez en su histórico voto disidente en la Sentencia TC 168/13, no solo no es admitido por la Corte IDH, por lo menos en los casos en los que se ha pronunciado como el mencionado Atala Riffo, sino que, además, “es incompatible con la efectiva protección de los derechos humanos.”