Hace unos cuantos años una de mis mejores amigas, Carmen Antonia, estuvo de fin de semana en un hotel de Constanza. Su experiencia fue tan agradable que me motivó a que yo fuera tan pronto pudiera. El siguiente fin de semana ya me encontraba conociendo Constanza.

Es cierto que Constanza pertenece a La Vega, pero la creencia de lo peligroso que era el trayecto, hacía que difícilmente alguien se aventurara  ir a conocer.

Recuerdo una anécdota que con mucha gracia cuenta mi mamá. Ella iba en un carro de la línea de La Vega para Santiago y una señora que también iba en el carro insistentemente decía, para que no se le fuera a pasar su parada, “señor recuérdese dejarme en la dentrada de cotanza”, frase acuñada por nosotros.

Hice mis arreglos desde aquí, llamé al hotel, las jóvenes que me atendieron fueron maravillosas. Me dieron todas las instrucciones necesarias de cómo llegar, me recomendaron un señor de confianza de ellas para que me recogiera en la parada de autobús. Lo llamé y coordiné con él un tour por la ciudad.

Como llegué tan temprano, o eso parecía, porque la neblina no permitía ver la salida del sol, mi primera impresión fue inimaginable, pues no sabía que en mi país existía un lugar en que las personas caminaran engurruñadas como pollitos muertos de frío, algo que había vivido en Santiago de Chile.

Quedé fascinada de ver a los obreros ataviados con fuertes abrigos y su machete terciado al lado, listos para la faena. Con gorros de lana y hasta con guantes.

Mi cicerone me fue mostrando las diferentes colonias, que de sus inmigrantes que dieron origen a sus nombres, ya nada quedaba, apenas la nostalgia. Me fue mostrando todos los sembrados, me explicaba cada uno de qué se trataba. Vi cómo se recolectaban las papas. Como los campesinos con manos diestras vigilaban los cultivos. Me remonté a mi niñez, pues unos amigos de mi familia en La Vega tenían sembrados de todo tipo de hortalizas y era una de las cosas que vivía con mayor alegría, el ir a caminar en medio de los canteros y con mis manos arrancar las lechugas, las zanahorias, recoger tomates, etc.

Cuando ya había recorrido todo el pueblo, llegué al hotel. La valoración que le dio mi amiga Carmen Antonia, quedó corta. Yo quedé impresionada, estaba acostumbrada a un turismo de playa y el concepto en cuanto a arquitectura, es diferente. No esperaba ver un lobby tan hermoso, todo reluciente en madera, unos sillones impresionantes, unos colores que contrastaban con el entorno.

Las jóvenes que me recibieron fueron tan amables como cuando me orientaron por teléfono.

El vestuario de ellas me llamó tanto la atención, pues me pareció ver a dos jóvenes caminando por las calles de Madrid, París, Buenos Aires, Montevideo, Nueva York o Santiago de Chile, en pleno invierno. Con abrigos, botas, bufandas, guantes, gorros. Y no era para menos, el frío volvía loco a cualquiera. Yo, al igual que los obreros que me dieron la bienvenida al pueblo, me encogía como pollito. Todo el tiempo que estuve en el hotel me lo pasaba mirando el termómetro para constatar la temperatura.

Me mostraron mi habitación, parece que fue escogida con mucho amor, puesto que estaba en un segundo nivel con un ventanal  en que podía contemplar desde lo alto todo el poblado y mirando hacia el lado, la hermosa montaña.

Siempre he sido una gran madrugadora, pero en Constanza, tenía que hacerlo con más razón. Me levantaba, abría las ventanas para sentirme que estaba en las nubes. Desde ahí iba deleitándome de cómo se iba desvelando poco a poco  el manto que cubría la ciudad. No me perdía ni un solo momento hasta ver la salida del Sol, que difícilmente podía ser admirado desde el alba, sino cuando ya se encontraba en lo alto.

Hacía años que no veía salir humo de chimeneas, fue una gran emoción. Poco a poco iba descubriendo las diferentes tonalidades de verde, los colores de las casas, el escaso ruido que llegaba a mis oídos.

Al  bajar al comedor, el olor de un rico café, un espumante chocolate caliente y un mangú dominicano, una yuca tierna hervida, acompañados por huevos fritos producto de la casa, salami, jamón, queso, me esperaban en una mesa que formaba parte del conjunto de muebles que hacían del lugar algo único.

Luego de desayunar, recorrí todo el entorno, me perdí entre los árboles frutales. Caminé por los senderos bañados de rocío. Entré a las cabañas preparadas para recibir familias, disfruté de un paisaje natural tan hermoso que pensé me encontraba en el Edén.

La experiencia de la noche fue inolvidable, cuando bajé de mi habitación a cenar, el entorno estaba calientico. Una impresionante chimenea estaba encendida, me senté en un cómodo sillón a contemplar la llama y poner mi mente a volar y soñar con las chispas que salían de la misma, me transporté a Chile. También recordé las patas de gallina que en mi niñez nos compraba mi papá para disfrutar con esas estrellitas artificiales que nos brindaban esos inofensivos juguetes, pero que era el deleite de cada niño. Algo que también es pasado, pues jamás las he vuelto a ver.

Yo me sentía tan a gusto que invité a mi hijo y mi nuera que me fueran a recoger el domingo, pero les insinué que se fueran desde el sábado para que pudieran disfrutar tanto como yo de ese entorno maravilloso. Así lo hicieron y su experiencia fue tan grata como la mía.

En todos los hoteles de playa que he visitado por larguísimos años, el paisaje es hermoso y en él se contempla la mano del hombre que con tanto esmero lo ha preparado para el deleite y placer de los visitantes. En Constanza es diferente, si la mano del hombre ha participado, ha sido para engrandecer la Creación. Creo es el lugar en donde mejor podemos contemplar la grandeza de Dios.

Quedé tan enamorada de Constanza, que si pudiera retirarme, elegiría ese pueblo y así disfrutar del cielo.