37. Fernando Conde Torrens secunda la versión del incesto como patraña inventada por Fausta, patraña que Constantino le creyó y por eso ordenó ipso facto el asesinato del hijo, pese a que este le reconoció, como su Augusto único cuando le planteó, en la novela, la renuncia a su cargo de César de las Galias, inconforme con el asesinato de Licinio y su hijo.
38. Siempre dentro de la lógica de la novela, Constantino le deja saber a su hijo que él no tiene derecho a renunciar, porque a la púrpura no se renuncia, y además que el hijo no tiene derecho a decidir lo que hará con su vida, porque solamente el Emperador tiene derecho de vida y muerte sobre sus hijos y familiares.
39. Es ya con esta ira inicial que Constantino, al finalizar el enfrentamiento con Crispo, llega a su casa y Fausta, al oír la confidencia del encontronazo del Augusto con su hijo, aprovecha la ocasión para denunciarle el intento de violación que sufrió a manos de Crispo. Siguiendo versiones de fuentes antiguas, Gervás (2004: 133) sostiene que Fausta aprovechó esta confidencia que desató la tempestad de la que habla la novela de Conde Torrens para avanzar su proyecto de que, eliminado Crispo de la sucesión dinástica, fueran sus hijos (Constantino II, Constancio II y Constante) los herederos directos del trono, para lo cual lograría que Constantino les nombrara Augustos o Césares.
40. También siguiendo fuentes antiguas, pero que no están documentadas por orales y tardías, Conde Torrens resuelve el problema en el plano ficcional al encargar a Elena, madre de Constantino, de la investigación que develó la patraña de Fausta: esta le mostró a Constantino, como prueba de su acusación, restos del semen vertido en la cama por Crispo cuando intentó violarla. Pero no contó con la sagacidad de Elena, que le llevaba años de experiencia, y lo primero que investigó en el entorno familiar fue que Crispo estuvo con ella y Constancia en la casa imperial la tarde en que Fausta dijo que intentó violarla. El resto es argucia y conclusión del drama: Elena, como buena detective, descubre que Fausta le exigió una muestra de semen a uno de los oficiales de su guarda y la vertió en la cama. Cuando Elena le revela el resultado de su investigación a Constantino, este decretó ipso facto la muerte de Fausta por traición política, no por infidelidad. Ella le despojó de un poder reservado únicamente al Emperador. Y en el caso de Crispo, para el novelista Conde Torrens, fue un asesinato producto de la ira y del poder absoluto de Constantino, que a partir de la derrota de Licinio, se convirtió poco a poco en dictatorial y, por supuesto, posee una connotación política, porque esa orden de muerte en Pola de Istría, cerca de Sirmio, albergaba mucha posibilidad de producirse, porque ya Constantino le había advertido a su hijo que a la púrpura no se renunciaba y que él tenía derecho de vida y muerte sobre sus familiares. Allí donde las fuentes históricas fallan, la novela o el poema suplen esa falencia. Dante y Conde Torrens lo prueban a través de la veritas fictio.
41. La tempestad que desató la muerte de Crispo, Fausta y Licinio el Joven fue una purga y muerte, por parte de Constantino el Grande, de los generales, administradores e intelectuales ligados a los Augustos Maximiano, Majencio y Licinio. Pero a la muerte de Crispo, sin que la difunta Fausta lo sospechara, los cargos de Augusto y Césares recayeron en sus hijos.
42. Luego de la muerte de Constantino en el año 337, le sucedió su hijo Constantino II, quien gobernó junto a sus hermanos Constancio II y Valente. Pero vino la división entre los hermanos por causa de lo teológico-político: Constantino II, emperador de la parte occidental del Imperio abrazó el cristianismo ortodoxo salido del Concilio de Nicea y Constancio II abrazó el arrianismo, que prosperó en la parte oriental del Imperio, y que fue la corriente que favoreció, como religión oficial del Imperio, su padre Constantino el Grande, quien nunca se convirtió al cristianismo, como ya se vio, sino que creó, con el derecho que le otorgaba su divinidad, una nueva religión para la plebe, como forma de garantizar la unidad política del Imperio sacudida por las rebeliones que afloraron en todas las fronteras esclavizadas del imperio romano. La dinastía que Constantino el Grande vislumbró gobernaría a Roma durante mil años, quedó sepultada en el polvo de la historia cuando ascendió al trono Teodosio el Grande en el año 395.
43. En conclusión, si desean sobrevivir como hasta ahora lo han logrado, la Iglesia católica y sus ideólogos jesuitas deberán abocarse algún día a revisar la saga del surgimiento histórico del cristianismo y a revisar también el papel de Constantino el Grande, ese gran santurrón y asesino, en esta proeza iniciada en el año 303 de la llamada era cristiana. Pero me pregunto, con toda la duda razonable del mundo, si semejante revisión sería posible sin que la Iglesia se deshaga como sistema teológico-político al servicio del mantenimiento del orden social terrenal y celestial.