Joaquín Balaguer, Ex presidente de la Republica y hombre ducho en el arte de la política, reconoció para el hombre público la importancia que tiene el arma de la tolerancia, aplicable siempre con éxito en el campo político. En su famosa obra “Memorias de un cortesano en la era de Trujillo”, el diestro político hace referencia a Talleyrand para dar sustento al criterio de que la tolerancia es una de la cualidades más importantes con la que debe contar el hombre activo en el ejercicio político. Según la referencia, Napoleón lo cubrió de insultos en presencia de toda la Corte, y en vez de responder a aquel acto de violencia con otro de la misma especie, se limitó a decir: “Qué lástima que un hombre tan grande sea tan mal educado”.

Para el común de las personas, la tolerancia tiene un límite creado por el criterio particular de cada individuo, más el político no debe imponer tal medida ni disponer mucho menos del derecho a desahogarse a la primera falta. En el campo político, los valores se invierten y las perspectivas de aquellos que la practican cambian. Constatar el desvalor de los principios que la familia, la educación y a veces la misma sociedad impone, resulta para muchos desilusionante, y por ello desarrollan hacia la política y sus ejecutores cierta apatía que raya casi en la repulsa.

Tal como ocurre con la “tolerancia”, la cual constituye un valor humano, sucede también con la amabilidad y la cortesía. Resulta que en el plano político ambos valores no son signos de buena educación, sino más bien poderosas armas que deberá usar todo político ambicioso. Para muchos, hacer uso de las buenas costumbres como armas no es más que dar crédito a un comportamiento hipócrita que no encuentra aceptación en una sociedad de buenos principios, pero para el reducido sector de los políticos, ser amable o cortés significa uno de los mecanismos más importantes a la hora de engañar al adversario o ganarse el favor de la masa neutral.

Sin duda alguna, el escenario donde se emplean los valores antes dichos son los Partidos Políticos (PP); complejas plataformas de socialización e intereses. En la realidad, en países como la Republica Dominicana los PP distan mucho de la concepción teórica que sobre ellos se tiene.

Un PP es una marca electoral antes que una organización. Naturalmente, se consideran como organizaciones porque comportan un estatuto, tienen organismos internos y reciben un presupuesto mensual por parte del Estado, pero a falta de una Ley de Partidos que los norme y a consecuencia de sus irregulares operaciones, el carácter institucional merma.

Dentro de los PP opera, por otro lado, diversos grupos que tienen, a la hora de tomar decisiones importantes para la salud del respectivo partido, más influencia que los mismos organismos que conforman la organización; quedando sin razón de ser las asambleas, comités políticos o direcciones ejecutivas, pues al final las decisiones serán tomadas de acuerdo al criterio de los subgrupos que operan a lo interno de los PP.

Los ciudadanos que por una razón determinada decidieran formar parte de uno de los partidos tradicionales, comienzan a experimentar al momento de su ingreso una profunda transformación en la manera de pensar o actuar políticamente, puesto que, si la persona no se adapta a la idiosincrasia partidista, entonces irá siendo apartado de los subgrupos que se anidan al interior de dicho partido hasta quedar irremisiblemente excluido. Poco importa a este nivel si el comportamiento partidario es correcto o no, moral o inmoral, lo que importa es que sus integrantes formales se adecúen a los intereses colectivos y comiencen a crecer obedeciendo los criterios establecidos por la mayoría con frecuencia manipulada.

Es así como sucede cuando el que ingresa a uno de esos partidos va formándose como producto de la institución: si no sale a tiempo, su manera de ver las cosas cambia, y su personalidad se vende al grupo que decide adherirse, bajo el principio de que “está prohibido pensar pues el subgrupo pensará por usted.”