Obliga a una seria reflexión el hecho de que 9 de los 13 beisbolistas suspendidos esta semana por las Grandes Ligas de los Estados Unidos por el uso de substancias prohibidas para aumentar su rendimiento sean dominicanos, una proporción del 69 por ciento. Desde que en el 2005 prohibieron el dopaje, 18 de los 43 sancionados son dominicanos para un promedio de 42 por ciento.

Se trata de una proporción demasiado elevada si se tiene en cuenta que los peloteros dominicanos en esas ligas han venido representado en la última década entre 8 y 10 por ciento del total, lo que pone en tela de juicio el prestigio que se habían ganado en estos años con sobresalientes actuaciones. Es obvio que la mayoría de nuestros atletas se han ganado sus lauros sin volarse las vallas normativas, pero algunos de los más relevantes están contribuyendo al desprestigio.

La cuestión está lacerando el alma de los dominicanos, que durante muchos años han compensado en el éxito beisbolero nuestra incapacidad competitiva en cuestiones fundamentales y el liderazgo negativo del país en múltiples evaluaciones, índices y barómetros internacionales.

Con lo recién ocurrido debería ser suficiente para que los jóvenes beisbolistas, los de las ligas mayores y menores, y los que llenan las academias nacionales, comprendan que ya no será posible  seguir exportando la anomia social que carcome  el alma de la sociedad dominicana. Es obvio que en Estados Unidos el que no pueda jugar limpio, quedará fuera de toda oportunidad en una actividad generadora de cientos de millones de dólares anuales para centenares de jóvenes dominicanos, en su mayoría provenientes de la exclusión social.

La reflexión tiene que ser generalizada entre los ciudadanos más responsables y en el liderazgo político y social dominicano. Todos tenemos que preguntarnos cuál es el futuro que nos espera como sociedad si desde arriba transmitimos el mensaje de que aquí la Constitución y las leyes, los reglamentos y las normas de convivencia no son para cumplirlas sino para ser burladas.

Esta sociedad está urgida de una catarsis para proscribir la idea de que se puede incurrir en cualquier delito, incluso de consecuencias sociales, con la seguridad de que quedará bajo el manto de la impunidad, si el infractor es de las élites políticas, empresariales o sociales.

Hemos de recordar una y otra vez que en el último índice de competitividad del Foro Económico Mundial la República Dominicana lidera en la posición 144 de 144 naciones en los renglones “despilfarro en gastos gubernamentales” y “favoritismo de los funcionarios públicos, y que ocupamos la posición 142 en “desvío de fondos públicos”.

Hay que preguntarse cuál es el meta mensaje que estamos enviando a las nuevas generaciones, especialmente a ese tercio de los jóvenes dominicanos que ni estudian ni trabajan, según expresó esta semana el presidente Danilo Medina. Más aún cuando la impunidad genera una desvergonzada exhibición de la riqueza mal habida.

El sociólogo Cándido Mercedes, un profundo analista dominicano, reaccionó al terrible escándalo de nuestros beisbolistas, indicando que “una sociedad donde las instituciones casi no funcionan, donde no hay consecuencias, con pobreza material sin institucionalidad ni valores, produce la pobreza del alma. Es la crisis existencial que nos abate y acogota nuestra sociedad, una crisis de paradigmas y líderes modélicos”.

De manera que no seamos hipócritas atribuyendo toda la responsabilidad a esos beisbolistas. Ellos están siguiendo la partitura que le hemos enseñado. Su mayor error es no haber comprendido que nuestro desguañangue moral y ético ya no es aceptable en muchos países donde las normativas son para ser cumplidas y a quien atrapan fuera de base, queda excluido del juego.