“Cuál fue nuestra victoria?
Un libro,
un libro lleno
de contactos humanos,
de camisas,
un libro
sin soledad, con hombres
y herramientas,
un libro
es la victoria.”

Oda al libro. Pablo Neruda.

Ser invitado a la presentación de un libro, es siempre una distinción.  Mucho más si se trata de un libro que sólo admite la asistencia de distintos. Los iguales, en el camino del libro, han ido quedando a la orilla del camino, en la cuneta.

Ahí quedó el que negó un espacio que es de todos y todas para albergar al libro y sus lectores.  Con la negativa se confirma como parte de esa fauna cada vez más identificable de habitantes del progreso, discípulos de nadie, ex–asistentes de nostalgias grises, amigos íntimos de sus miedos, hermanos distinguidos del centavo, analfabetos de humanidad.

Pero, como la función de un buen libro es quitar el velo (o la mugre) que impide la transparencia obligatoria de la historia, tanta es su fuerza que circula de mano en mano, de ojos en ojos, para recordarnos que a veces, el pasado tiene un sabor definitivamente amargo.  No por ser pasado, no.  El mal gusto le viene al pasado por ser presente. Por fortuna el buen libro, combatiente invencible del olvido, se torna en herramienta irremplazable del presente y en equipaje obligatorio para un mejor futuro.

Así, a medida que se lee, la historia comienza a tener una extraña contextura.  Entonces uno confirma que la cosa no va bien pues de las páginas del libro se puede saltar al periódico de hoy casi sin ningún problema temporal.  De su lectura me asalta la preocupación acerca de que a lo mejor las grandes ausencias historiográficas nos obligan a reconocer -¡y a agradecer!- al periodista por un libro presentado además de manera magistral por un poeta de rima consonante.

Tomé el libro y no pude dejar de recordar otra nada casual coincidencia: sus detractores son también sus protagonistas. Cuando ese encuentro se presenta, el libro nos recuerda que aún cargamos la pena terrible de ver la hoguera alimentada por el papel y la tinta.

No puedo dejar de referirme a lo conmovedora que resulta la constante referencia al miedo, esa “perturbación del ánimo frente al riesgo”.  Pero el miedo también nos hace humanos.   Si hay algún espacio donde se nota la línea que aparta a la humanidad de la brutalidad, es aquel que separa a los que sentimos miedo de quienes lo provocan.  Eso pueden ustedes comprobarlo frente a un periódico o frente al televisor.

Sin ese libro sólo regiría el miedo, con sus siniestros reyes y reinados, como si no existiera ni siquiera la posibilidad de conocer por su nombre a los monarcas del mal y sus compinches. Ante la temible omnipresencia del temor, el libro también me ha hecho recordar  a Su Eminencia Reverendísima (Cardenal Silva Henríquez, por supuesto) que nos animaba y provocaba a no desmayar, diciéndonos: “El miedo sólo engendra conformistas y cobardes”.

Desde que el libro asaltó la calle ocupó el escritorio del calié; se instaló en la madriguera del traidor; remeció las almas limpias; recordó a los que dudan que hay deberes inacabados, que ya no sólo “se dice”, ahora está escrito; se puede citar, leer y argumentar. En él están las pruebas que no permiten justificar, ni justificarse y mucho menos esconderse en el argumento pueril del “yo no sabía”.

El libro y su autor demuestran muy bien por qué ‘resulta desafiante y hermoso, mirar o investigar hacia atrás buscando cómplices y forasteros de nuestras utopías.  Esa es la mejor razón para aprender historia y enseñarla.’

Muchas gracias, señor Director.