Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que contaban, cuentos de galipotes, de muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a la casa en una dimensión desconocida…
El compadre iba por la vereda, ¿saben?, la que pasa junto al arroyo y se mete en el cacaotal, que comenzaba a teñirse de sombras, y se moría de miedo, de ganas de fumar. Pero los fósforos se habían mojado y había que aguantarse las ganas, aguantarse el miedo y las ganas de fumar, que era peor. Iba pitando, silbando como de costumbre, para espantar las ánimas, para espantar el miedo que no se le quitaba, las ganas de fumar y de repente…
De repente lo vio cuando venía hacia él, allá lejos lo vio, a una distancia eterna. Claro está que lo vio, aunque de lejos, aunque al principio lejos. Y venía caminando, igualmente quizás venía pitando, venía quizás silbando pero también fumando: en la boca la lumbre lo alumbraba.
Y se seguía acercando a paso lento, pero ya no silbaba. Era un paisano, con su machete al cinto. Cuando lo vio de cerca la lumbre no alumbraba, tenía dientes de oro, todos los dientes de oro.
El compadre le dijo buenas noches y le pidió candela para prender el pachuché. El otro abrió la boca y le enseño los dientes, todos los dientes de oro, a modo de saludo y se tanteó un bolsillo, en búsqueda de fósforos.
Que Dios me lo bendiga, dijo entonces el compadre. El otro se detuvo, se le mudó el semblante, se lo quedo mirando un segundo y le enseñó los dientes, todos los dientes de oro, le dijo ¡Prenda aquí!, y largó un candelazo por la boca…
Algo parecido le paso a Moreno hace muchos años. Moreno regresó cansado de trabajar y se encerró en el ranchito que había alquilado el día anterior, techo de zinc, tablas de palma, piso de cemento. Lo había alquilado a buen precio porque a nadie en los alrededores parecía interesarle y tenía un buen tiempo desocupado a causa de rumores infundados, chismes de patio, supercherías en las que Moreno no creía.
Viviría allí con su familia, su mujer y cuatro hijos, dos varones, dos hembras, un perro prieto. Pero esa noche estaba sólo, estaría solo hasta que llegara la mudanza con el resto de los muebles y su gente.
Los vecinos lo habían visto llegar, lo saludaron de lejitos, lo miraron con aprensión, con recelo, se hicieron cruces. En esa casa no se puede vivir, le habían dicho, hay presencias extrañas, se oyen voces, la mecedora empieza a mecerse.
La mecedora, sí, cuál mecedora. Moreno no creía en esas cosas y se sentó en la cama, empezó a decir sus oraciones, a quitarse las botas. No creía en esas cosas, pero más le valiera haber creído.
No quería creerlo hasta que vio la mujer, la cabeza de la mujer que lo miraba desde el rincón. Empezó a creerlo de verdad cuando la cabeza de la mujer comenzó a crecer, a llenar con su presencia todo el espacio sin dejar de mirarlo. Lo miraba a los ojos con un olor podrido y se acercaba. Moreno se puso blanco, momentáneamente blanco, tembloroso y ajado como un papel. Encomendó su alma al Altísimo. Ahora estaba creyendo. Misericordia, Señor, misericordia. Ahora estaba creyendo de verdad…
El mejor de todos los cuentos me lo contó varias veces tío Raúl. Tío Raúl venía en su mula de paso fino de la finca de El Pozo y le había cogido la noche, noche negra encendida. Amenazaba lluvia y el cielo estaba tronando, relampagueando. Antes de llegar al puente la mula se espantó, se frenó. Tío Raúl le clavó las espuelas y la montura no respondió. Estaba aterrada. Trató de convencerla por las buenas hablándole al oído, pero la mula no quiso entrar en razones.
Alguien, con sombrero, de estatura imponente, estaba reclinado en una barandilla del puente y parecía estar mirándolo con malos ojos. Tío Raúl le pidió que por favor se quitara del lugar, que le estaba espantando la montura, que lo dejara pasar, pero el hombre del sombrero no se movió, no respondió, se quedó mirándolo con la misma impertinencia.
Por, favor, repitió tío Raúl, mire que está casi lloviendo y va a caer un diluvio. El hombre del sombrero no se inmutó, no se movió, no respondió y lo seguía mirando con malos ojos.
Al cabo de un buen rato, después de agotar sus mejores recursos persuasivos, tío Raúl se apeó de su mula de paso fino y se dirigió hacia el impertinente que lo doblaba en tamaño. Ya había perdido la paciencia. De nuevo le pidió, le rogó para que por favor lo dejara continuar pero el impertinente volvió a dar la callada por respuesta y lo miraba con sorna, con descaro. En ese momento pareció llevarse la mano al cinto y tío Raúl supo que se estaba jugando la vida. Sacó raudo el machete, tiró un planazo al cuerpo, escuchó un ruido seco, paff, y vio la figura desplomarse, caer más bien al río como una yagua seca.
Como lo que era.
P.S.: Cerca de ese lugar había un ranchito de mala muerte que no parecía tener dueño, nadie lo había reclamado en años. Era el ranchito donde había estado Moreno aquella noche aciaga.