"Madre mía:
Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo
viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso
en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del
sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. Con
una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo.
El deber de un hombre está allí donde es más útil.
pero conmigo va siempre, en mi creciente y
necesaria agonía, el recuerdo de mi madre(…)”
José Martí, Montecristi, 25 marzo 1895
Nunca valoré a mi madre hasta que fui madre. Nunca le dije que la amaba. Veía como normal que saliera con la ropita que se nos quedaba a mi hermana y a mí, a cambiarlas por animales en los campitos del Oriente de Cuba para poder darnos de comer, pues aquellos 250 pesos que ganaba como maestra primaria (Básica) no alcanzaban para mantenernos, solita, a mi abuela, a mi hermana y a mí. Nadie la ayudó.
Nunca reconocí hasta el final cuánto amor me entregaba cuando iba "en botella” -en bola-, de camión en camión, tras mis sollozos de niña malcriada: "ven a buscarme que no quiero limpiar caña". Y es que aquella escuela en el campo, -la que ideó el Ché- no la soportaba. Hoy reconozco que sembró, por lo menos, sensibilidad social.
Un adiós en el andén de Las Tunas, cada quince días, me parecía rutinario, y ella aprovechaba esas cuatro interminables horas hasta Santiago de Cuba, en aquel tren mugroso y de asientos de palo, para repasar el difícil latín. Después de tantos años como madre y maestra -sinónimos de diversa naturaleza- al fin iba a licenciarse, con sus 47 años presumidos. Orgullosas lloramos Milva y yo ante el televisor, al Fidel entregarle su título y la condición de mejor graduada del Instituto Superior Pedagógico "Pepito Tey", de Santiago de Cuba. Sin embargo, nunca supo lo sentido por nosotras.
Mami con alguna de sus dos hijas siempre quedaba mal, en sus frustrados intentos de mediadora de conflictos entre una hija soñadora-docentista-culturosa y de vocación revolucionaria; y la otra, anti-escolar, pragmática y disidente.
Y cómo me molestaban sus constantes correcciones ortográficas, a las carticas que le enviaba desde el albergue, en la Universidad de Oriente.
Hasta discusiones tuvimos cuando fungió de correctora de estilo, en el 2005, de mi libro en ciernes. ¡Ay! ¡Qué necia mami! Pensaba yo. Y le decía: "-Lo que quise decir es…" Replicaba ella: "-No es lo que quisiste decir, es lo que dice ahí…".
Los últimos años nos unieron, y aunque el ausente siguió siendo el "te quiero", ninguna decisión tomábamos sin consultárnosla. Nos unió el negocio para poder suplir el défict presupuestario familiar, pues lo que mandaban mi tía y mi hermana desde Miami, casi ni alcanzaba; sin embargo, con la ayuda de ellas, nos convertimos mami y yo en organizadoras de bodas. Todo estaba muy bien compartimentado: ella elaboraba lo del bufet –menos las empanadas que salían de mis manos- guiaba las fotos y era la directora general; yo, me quitaba la harina para declamar poemas y dirigir la ceremonia nupcial. Vivimos con menos necesidad. Pero tampoco dije: "te admiro y te amo, mamá".
Hoy pienso que quizás mis hijos Arcel y Diana, con su ternura, resarcieron lo que solo hice, al final, siempre al final… ¿Por qué dejamos de expresar nuestros sentimientos? ¿Por qué no nos entregamos en el tiempo de la entrega, sino después, cuando se nos hace irreversible? El tiempo del decir: ¡TE AMO! ¡Es ahora! Éste es el tiempo de dar y de decir cuánto sentimos; después, puede ser demasiado tarde. “La vida se nos da y la merecemos dándola”, vaticinó el Premio Nobel de Literatura, el hindú Rabindranath Tagore.
Rocié los últimos latidos de mi madre con muchos "te amo y te agradezco" pero sentía que no me alcanzaban aquellos instantes de horas. Un "yo lo sé, mi´ja" y su sonrisa en lontananza, reconfortó pero no curó. Se fue feliz, por los libros por mí publicados; se fue feliz, por la ternura de Arcel, Diana y Nicole; se fue feliz por el nacimiento de su cuarta nieta. Se nos fue aquella maestra de siempre, aquella alfabetizadora de “a caballo”, aquella convencida Presidenta del CDR, aquella Combatiente de la Revolución Cubana. Se fue con el deber cumplido. A nosotras, nos queda el dolor de los "te amo" que nunca dijimos, de los besos en la distancia, de los abrazos por dar, del no reconocerle, hasta el final, su excepcionalidad de madre y de abuela, su entrega, sacrificio y amor maternal.
Aprendí la dura lección. En este hogar no se pasa un día sin decirnos cuánto nos amamos.
Si mi historia te hace reflexionar. ¡Ve y dile, siempre!: ¡Te amo, mamá!