En mi condición de hombre que decidió comportarse y actuar como lo hace la mayoría de los seres del sexo masculino en su vida adulta, yo me uní a mi novia (contraje matrimonio con ella) a los veintitantos años de edad. 

En mi caso particular, desarrollé durante largo tiempo una convivencia normal de pareja y procreamos cuatro hijos. Con el pasar de los años nos llegaron ocho nietos. 

Confieso que nunca, ni remotamente, pensé en la posibilidad de que yo pudiera algún día asistir al funeral de mi esposa; la mujer que me acompañó o estuvo a mi lado en todas o en la gran mayoría de las actividades trascendentales en las que yo participé durante mi vida productiva. 

Lo lógico es que los humanos jamás imaginemos que algún día (de manera inesperada o no) pudiéramos quedar viudos. Por esa razón, nunca estamos verdaderamente preparados mentalmente para ser protagonistas de esta luctuosa experiencia. 

Confieso que en el desarrollo de mis diversas actividades laborales y también en las de naturaleza familiar y social siempre me sentí autosuficiente, capaz, esforzado, cumplidor y, a veces, hasta me consideré meritorio. 

Jamás me detuve a pensar que mi esposa siempre, o la gran mayoría de las veces, potenció y complementó mis logros… Que siempre, o la gran mayoría de las veces, ella colaboró conmigo, impulsó mis proyectos, estimuló mis iniciativas, fue solidaria con las causas que abracé, me inspiró y me llenó de entusiasmo hasta en los momentos más difíciles de mi existencia. 

Esto así, a pesar de que mi compañera siempre trabajó en cargos propios de su profesión (En un liceo estatal, en el Consejo Nacional de la Niñez (CONANI), en una universidad privada, en un canal de televisión, en una editora de libros escolares, en el Instituto Nacional de Formación Técnico Profesional, INFOTEP, etc.).

Igual que la mayoría de los hombres que deciden matrimoniarse, llegué a creer que yo fui el solitario constructor, el exclusivo responsable y el único motor de la totalidad de mis aciertos y éxitos laborales, familiares y sociales. Me sentí todo el tiempo como un jet con dos turbinas propias, las cuales me generaban suficiente fuerza a fin de trabajar arduamente, tanto en un cargo dentro de una institución, como en la docencia universitaria, y además para desempeñar un rol encomiable frente a mis hijos y a mis amistades. 

Pero hoy que ella no está es cuando advierto que todas mis luchas, avances y logros, aunque fueron gracias al antes referido jet de dos turbinas, ahora comprendo que en mi vida matrimonial siempre tuve una segunda máquina motriz impulsadora, representada por la firme presencia de mi compañera de vida. Persona que complementó mis sacrificios y esfuerzos. 

En lo que he podido alcanzar en la vida (mucho o poco) se evidencia el respaldo, la colaboración, el impulso, el estímulo, la solidaridad y la inspiración que me ofreció aquella entusiasta mujer a quien me uní cuando contaba con veintitantos años de edad. 

Sé bien que siempre habrá momentos en que me invada el alma el más intenso frío por la definitiva ausencia material de mi descrita compañera de vida. Una mujer que supo acompañarme, impulsarme, estimularme, inspirarme y llenarme de entusiasmo desde los días en que inicié mi desarrollo como adulto y como ente productivo. Siendo, además, una abnegada madre entregada a los frutos de sus entrañas. 

Definitivamente, soy (y siempre fui) un avión que pudo despegar y volar gracias al complemento de una importante segunda turbina que hizo posible todos los vuelos que logré realizar durante mi existencia, lo confieso. 

Gracias, compañera. Lo lograste sin desatender en momento alguno el cuido, la orientación y el amor a nuestros hijos.