Desde la firma de los Pactos de Letrán entre Pío XI y la dictadura fascista de Benito Mussolini en febrero de 1929, con los que Italia reconoció la sede papal como Estado independiente, los países occidentales tienen acreditados embajadores ante el palacio del Quirinal, sede de la jefatura del Estado italiano, y el Vaticano. Sólo que muchos de ellos, por razones económicas, utilizan a un solo embajador para llenar las dos funciones. El país, en cambio, se gasta el lujo de tener allí dos representantes, es decir, dos sedes diplomáticas en una misma ciudad, con dos nóminas de personal, dos dotaciones y dos salarios altísimos para sus embajadores.
Italia, miembro del grupo de las siete naciones más desarrolladas del mundo, de donde procede una buena cantidad de los turistas que nos visitan, país con el cual tenemos un intercambio comercial importante, llegó a cerrar por recorte presupuestario su consulado, a despecho de que viven aquí decenas de miles de italianos, una cifra muy superior a la de dominicanos residentes en la nación europea.
Dada la importancia comercial, económica y cultural que Italia tiene para nosotros, sobra decir cuánto significado tiene una buena representación diplomática ante ese gobierno. ¿Pero qué tipo de beneficio, que no sea de carácter estrictamente religioso, recibe nuestro país de su relación con el Vaticano? No tenemos, por ejemplo, un intercambio comercial con la sede del papado, porque que se sepa desde allí no se importa ningún producto o servicio ni se le vende nada tampoco. Por el contrario, las obligaciones asumidas por el país con la firma del Concordato entre la dictadura de Trujillo y el reinado de Pío XII, hacen casi siete décadas, han tenido y tienen un alto costo económico para la República.
¿Qué hace un embajador ante esa sede que no sea el de escuchar al Papa, lo que desde aquí puede hacerse, ir a misa los domingos y fiestas de guardar? Con una embajada en Roma sería más que suficiente.