A los hombres de poder les gusta tener queridas. Es una realidad histórica, un secreto a voces. Pero es fácil entender que personajes tan importantes no puedan ocultar sus romances fácilmente. Esas relaciones extramatrimoniales de la que disfrutan, tarde o temprano se saben. Nuestra cultura las acepta como las aceptaron las cortes europeas de ayer y de hoy. Es un sobreentendido que esos hombres exitosos deben ejercer al máximo su masculinidad aprovechando sus posiciones y el exceso de testosterona que provoca el mando. El poder, para algunos, es afrodisiaco, y convierte al feo en bonito y al baboso en entretenido.
El romance clandestino habita palacios y sedes de gobiernos. Un privilegio del mando y del dinero. Una licencia para el adulterio. Atrapados entre intrigas y deberes, ambiciones, conflictos familiares, y agobiado por un futuro incierto, los brazos de la querendona llegan a ser el único remanso de paz del que disponen en sus ajetreos cotidianos. Acuden a ellas como a un templo sagrado; único oasis donde refrescarse y distenderse. Un refugio imprescindible.
No puedo pasar por alto un aleccionador ejemplo de estas relaciones extramaritales de Estado. Fue la que mantuvo Jeanne Antoinette Poisson con el rey francés Luis XV, a mediados del siglo 18. Entonces, las amantes de los reyes eran aceptadas oficialmente, sin hipocresía y frente al público. De esto nadie puede alarmarse, porque hoy, jugando a la doble moral, aquí también se tolera. Jeanne Antoinette, por la gracia de su majestad, pasó a ser Marquesa de Pompadour, asignándole el rango de “Querida principal de Louis XV” (cuántos problemas nos habríamos ahorrado aquí si ese título existiese). Ocupó varios ministerios, se hizo indispensable para el monarca, y todos le temían: quienes osaban meterse con la Pompadour terminaban con la siquitrilla rota y en desgracia.
El presidente Roosevelt, Eisenhower, Johnson, el compulsiva John Kennedy, y el indetenible Bill Clinton, son ejemplos de quienes practicaron ese eterno “hobby” de los “mandamás”: las amantes. Entre nosotros se supo, aunque nadie se atrevía a decirlo – pues se jugaba en aquellos tiempos algo más que el cierre de un programa de televisión – la influencia política que tuvieron las queridas de Joaquín Balaguer. Se decía que una vez en el cargo tocaba querida y chaleco. Hoy dicen “segunda base y yipeta”. Casi todos nuestros presidentes dejaron detrás la estela de sus infidelidades.
Pero lo que debemos aprender de esas historias y tenerlo muy presente, evitándonos así grandes contratiempos, es que quienes mortifican, molestan o descalifican a esas concubinas están en peligro. Igual como sucedía en la corte de Luis XV, o en la de Napoleón – guerrero fornicador del que se dice tuvo cerca de cincuenta (aunque Josefina, su mujer, se vengó siéndole, a su vez, infiel). Los capos tampoco juegan con quienes ofenden a sus mujeres de trastienda, ni los generales, ni los ministros. Esas señoras no se tocan ni con el pétalo de una rosa. Esas sacerdotisas del placer y el equilibrio, juezas del machismo, y sedantes del resentimiento, son sagradas.
No importa la categoría que tenga el ofensor, el servicio que ofrece al libre intercambio de las ideas, su prestigio social, su necesidad en la convivencia democrática, el que arremete contra esas pasiones pagadas por el Estado es castigado. Esas chicas, que se enriquecen descaradamente con los dineros del pueblo, son intocables, como lo fue la Marquesa de Pompadour. En esta república los presidentes son reyes y ellas cortesanas. Entiéndase bien: que ningún periodista vuelva a cruzar la raya, que nadie denuncie a una querida del poder. No olviden que se encuentran por encima de Dios y del Diablo. Entiéndase la lección.