Convencido de la certera y popular sentencia de que madre sólo hay una, después de perder la mía hace varias décadas pensaba que jamás volvería a disfrutar, tanto del amor que no pide nada a cambio – el de mamá – como tampoco de la tibieza de ese manto maternal bajo cuya cobertura sentimos satisfechas esas dos grandes necesidades del ser humano: el sentirse querido y gratamente acogido.
Cuando fue mi discípulo en la Escuela de ingenieros agrónomos de la Facultad de Ciencias Agronómicas y Veterinarias de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), Manuel Arturo Pérez Cancel se distinguía entre otras cosas por una cortesana urbanidad, sus breves pero concisas respuestas en los exámenes escritos – el estilo Pérez Cancel- y en especial por un trato exquisito que hablaba muy bien de su formación doméstica.
Al conocer con posteridad a sus padres no representó dificultad alguna descubrir la causa de esta última cualidad pues tanto Don Carlos Sánchez C como doña Lea Cancel de Sánchez eran de esos padres que todos quisiéramos tener, ya que al amor que se profesaban se había asociado con el paso del tiempo otros dos grandes atributos: la amistad y la fraternidad conyugal.
Era tanta la compenetración y el entendimiento prevaleciente en esta pareja que adivinaban mutuamente lo que querían o rechazaban, y en el caso de presentarse el asomo de una desavenencia recurrían para su solución al medio más civilizado de la convivencia matrimonial: un silencio vecino a la concordia alternado con frases de humor en los que ambos se habían convertido en consumados expertos.
Por motivos no siempre razonables las mujeres en general y sobre todo las madres les dispensan a determinadas personas un tratamiento preferencial cuyo origen ellas muchas veces desconocen, y cuando esto sucede las explicaciones que formulan resultan siempre poco persuasivas, nada convincentes debido a su falta de lógica. Esto es así porque no tienen por sostenibilidad la razón sino más bien la emoción.
Destaco este pormenor porque nunca pude comprender el trato de privilegio que Doña Lea me concedía, desde considerarme un confidente idóneo sobre asuntos relacionados a sus hijos y familiares hasta celebrarme por todo lo alto mi cumpleaños, detalle éste ausente en mi agenda personal desde que mi progenitora abandonó el mundo de los vivos en el mes de agosto de 1971.
Los 21 de mayo día en que se inicia la primavera en el hemisferio norte su llamada telefónica era de rigor, y al levantar el auricular su saludo era siempre el mismo: hola muchacho. Si un día cocinaba algo de mi particular degustación me invitaba a pasar por la casa. Cuando se tomaba unas vacaciones por Finlandia, Italia o Norteamérica me convidaba ver las fotos tomadas y escuchar los episodios más trascendentes.
Gustaba ver a sus comensales apreciar los exquisitos entremeses que ella y sus hijas preparaban para las Madres, 3 de diciembre y Año Nuevo; ponderaba los finos vinos servidos; encarecía los sabrosos mangos que prosperaban en el patio asi como los almibarados higos que crecían en el fondo del mismo. A manera de despedida comentaba los progresos o desventuras de las plantas y flores del jardín que con esmero cuidaba todos los días.
Se estableció entre nosotros una especie de familiaridad no basada en la sangre ni en la posesión de secretos compartidos sino mas bien en mutuas admiraciones, en una profunda empatía que se fortalecía y daba pruebas de su autenticidad cada vez que alternábamos, concitando mi atención ese gesto muy suyo de hablarme como si al mismo tiempo estuviera oyendo lo que yo estaba pensando.
Me sentía tan comprometido con la generosidad que me prodigaba, que cuando me encontraba de viaje por Estambul, Alejandría o Marraquech pensaba a menudo en las cosas que podían halagarle, y de momento recuerdo haberle traído una vez de Turquía una exótica mermelada a base de pétalos de rosa, de Egipto un brazalete de Swaroski y de una fábrica de Alicante un excelente turrón artesanal.
Cuando el 19 de mayo último llamé a su casa porque extrañaba su felicitación al final de la mañana, me respondieron que estaba “delicadita” de salud en un hospital de Miami y esta forma muy femenina de expresar la verdadera gravedad de su caso me hizo pensar en lo peor que fue confirmado al conversar con Don Carlos al día siguiente: Pedro, Lea falleció ayer.
Confieso no haber derramado de inmediato ninguna lágrima, y esa misma noche y como un homenaje a la residencia donde tan felices momentos pasé, decidí apersonarme sobre las 11:30 p.m. La vivienda, ya deshabitada, exhibía una bombilla encendida que escasamente iluminaba su parte frontal y precariamente los árboles, arbustos y plantas del jardín, que ignoraban la defunción de quien a diario se entregaba a su conservación. Una cerrada oscuridad ocultaba el resto.
! Cuánto me decían tanto la espectral visión de la casa como las dormidas plantas no diciéndome absolutamente nada! ! Cuántas veces esa noche mi imaginación la veía caminando sobre la grava acompañándome hasta mi vehículo! !Cuantas veces dentro del vehículo estacionado escuché su mimosa voz para que ningún invitado olvidara algo o para que sus hijas y nietas no tardaran en visitarla de nuevo para seguir conversando! ! Cuántas cosas recordé esa triste medianoche.
Por todo esto y mucho más su desaparición física ha representado para mí como si de pronto acabara de sufrir una mutilación, como si hubiera experimentado la pérdida de una víscera vital, porque en definitiva no gozar de su cálida compañía significará para el autor un placer menos en su vida, una ausencia que influirá notablemente sobre el valor que antes le atribuía a ciertas cosas que de buenas a primeras se verán despojadas de interés.
A diferencia del presente y del futuro el pasado nunca deja de existir, es algo que todos llevamos para toda la vida y es por ello que en el tiempo que me resta por vivir el recuerdo de Doña Lea, sus atenciones, sus observaciones en ocasiones salpicadas de un sureño humorismo y ese cálido recibimiento con que me honraba, formarán parte de mi estabilidad emocional.
Mucho lamentaré que en los años que aun me quedan por cumplir nunca mas tendré una Lea Cancel de Sánchez que se afane por festejar mis aniversarios y lo que es peor todavía, que el 19 de mayo sea en lo adelante no un día para celebrar la llegada de un año mas de vida sino un día de pesadumbre por coincidir con la fecha en que ella dejó huérfanos a todos los que la adorábamos.
Sería talvéz una exageración desear que Lea descanse en paz al tratarse de una persona creyente y practicante que no comía sin antes bendecir los alimentos que ingería y vivía como se dice agarrada de Dios, y a Don Carlos, Manuel Arturo y las muchachas quisiera vaticinarles que es muy natural que todo siga igual pero desafortunadamente para ellos y el autor de este artículo ya nada será como antes. Resiliencia ante la adversidad será la actitud a tomar.