Se agota el primer cuarto del siglo XXI, el de la cantaleteada Sociedad de la Información y la Comunicación. Pero muchas instituciones y empresas del patio ni se han enterado, si se miran los avances en Políticas y Planificación de la Comunicación.
La deuda acumulada en Comunicación Institucional ya resulta sideral, y son muy tímidas las señales de cambios de actitud para aminorarla.
Atadas a paradigmas que han zozobrado ante la fuerza inquebrantable de la obsolescencia tecnológica, vendadas ante el reinado actual de nuevas miradas teóricas que colocan al ser humano en el centro de los procesos; ofuscadas, ven pasar, sin sonrojo, las sucesivas crisis comunicacionales. Patinaje en el mismo fango.
Carecen de idea sobre la potencia erosionadora de éstas sobre la reputación. Ni acerca del impacto en la imagen que se estructuran los públicos.
Una institución o empresa que obvie la comunicación como proceso, o la use como accesorio, vivirá en la anarquía interna, estado que se revelará en su vinculación con sus colaboradores externos. Tal entropía sin remediación deviene en un atentado contra la existencia del sistema institucional.
La comunicación planificada representa uno de los principales remedios para curar esa enfermedad; mas, le asignan un rol cosmético basado en la intuición. Se la ve como un gasto del que se puede prescindir ante el menor asomo de reducción de ganancias.
Se parte de la fruslería de que los públicos acogerán automáticamente, sin rechistar, los mensajes diseñados por los emisores caprichosos, pese a que otro paradigma comunicacional ha superado hace décadas ese enfoque instrumentalizador, y la Neurociencia ha enseñado suficiente sobre el comportamiento del cerebro humano, como para no asumir de golpe al otro cual si fuera un consumidor estúpido atrapado en la red del emisor.
Vivimos otros tiempos. A nadie se le ocurriría abordar la realidad de hoy con las “nuevas tecnologías” y “saberes” que tanto le sirvieron a nuestros aborígenes Hatuey, Enriquillo, Marién, Guarionex, Guacanarix y Caonabo. Eran excelentes, pero, hoy, impertinentes.
A nadie se le debería ocurrir, entonces, sostener una institución o una empresa con base en la improvisación, sin un diagnóstico como punto de partida de sus políticas, planes y proyectos. Y sin evaluación permanente. Se trata de “redes conversacionales” que han de gestionarse en toda su complejidad.
Y ello pasa por una toma de conciencia en las gerencias sobre la transversalidad de la comunicación. Nada tiene que ver ella con enjambres de discursos, chocando unos con otros en el ecosistema mediático y, adentro, en las redes formales e informales. El desorden constituye la antítesis del rigor de la planificación.
La CI dejada a la improvisación resulta súper cara e ineficaz. Y ese no es el objetivo de una gerencia profesional.
Para cambiar el patrón que consigna la comunicación como “cumplido” en el organigrama, se necesita conciencia plena acerca de la necesidad de gestionarla conforme su papel vital en los procesos. Y eso no tiene precio.
Lo otro sería relegarla a la condición de fregona de la institución. Un malísimo negocio.