“Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz…” Émile Zola, 13 de enero de 1898.
La semana pasada leía con detenimiento el artículo de Leonardo Díaz, Los intelectuales y los gobernantes, publicado por este mismo medio digital. Más allá del interés que pueda yo tener por el rol de los intelectuales, su escrito me dio mucho que pensar. Finalmente, los intelectuales cobran relevancia en momentos de turbulencia política como los que atravesamos hoy en la República Dominicana.
De alguna manera, el artículo del Profesor Díaz sugiere una imposibilidad de colaboración entre la clase política y la clase intelectual, argumentando que dicha colaboración supondría una distorsión gradual de la esencia del intelectual. Sugiere esto sobre la base de características inherentes al mismo: “pensamiento crítico… la aspiración de influir en el imaginario colectivo de su sociedad y de modificar el modo de pensar y actuar de los gobernantes…” No obstante pudiera estar de acuerdo, la razón que explica dicha “incompatibilidad” no es sólo el pensamiento crítico per se, sino, más importante todavía, el compromiso explícito del intelectual con la ética y el valor universal de la verdad.
Bien lo describe Tony Judt (en su magistral obra Pensando el Siglo XX) al referirse a “J’accuse …!,” carta abierta de la autoría de Émile Zola en defensa de Alfred Dreyfus. Dreyfus, capitán francés de alto mando, fue acusado falsamente por su Estado de espionaje y alta traición. La acusación fue producto de un sentimiento antisemita puro y duro enraizado en la élite política de la Tercera República… algo así como la xenofobia de nuestros actuales gobernantes dominicanos. Consecuentemente, la defensa pública de Zola le mereció el reconocimiento de ser considerado el primer intelectual público.
Tomemos como ejemplo a nuestro Pedro Henríquez Ureña, dominicano de dotes universales quien, ante la posibilidad de colaborar con el régimen trujillista, optó en cambio por una vida en el exilio. Así tiende a ser la vida del intelectual, marginada de todo pensamiento mainstream, fuera o dentro del país donde despliega sus ideas [Representations of the Intellectual: The 1993 Reith Lectures de Edward W. Said].
Sucede que el político también debería aspirar a influir en el imaginario colectivo de su sociedad; aspirar a cambiarle las vidas (para bien) a sus conciudadanos. Para eso se va a la política. Por eso mantengo la hipótesis de que República Dominicana está repleta de pseudo-intelectuales y pseudo-políticos.
Los compromisos del intelectual no deben ser con el político, sino, con la política, que debe estar siempre al servicio del bien común; con la visión de la cosa pública que propugna el político; el compromiso debe ser con sus ideas. De ahí que es un intelectual; de ahí “el peso de la responsabilidad.”
Parecería entonces que en la República Dominicana hay un espacio importante donde podrían intercambiar ideas y esfuerzos el buen político y el verdadero intelectual. Que dadas unas circunstancias más favorables interactuarían de manera indirecta a través de aulas universitarias y de espacios públicos abiertos… posiblemente. Lamentablemente, la cultura dominicana de la pseudo-política y pseudo-intelectualidad nos ha costado esos espacios.
Lamentablemente, aun cuesta entender que la gravedad del estado de las cosas ha generado un único orden de factores capaz de producir esos espacios: primero, un cambio de política y de políticos, luego lo demás.
Insisto: cualquier cambio importante en la calidad de vida del pueblo dominicano pasa por la política… pasa por el 2016. Por tanto, participar de la política (que se expresa a través de los partidos) de cara al próximo torneo electoral no debe representar un motivo de vergüenza para un(a) joven que busca destacarse como intelectual.
El futuro se construye en el presente y eso es lo que el presente delega. Como buen intelectual que pretende ser, deberá asumir la difícil tarea.