En una reciente entrevista, el filósofo Jürgen Habermas ha retomado un tema manido en la filosofía del siglo XX: la crisis de la filosofía académica.

Ya en el remoto 1972, el filósofo Karl Popper cuestionó el rumbo tomado por la filosofía profesional. Criticó la jerga obtusa de la misma y su distanciamiento con respecto a los asuntos de la ciudad. Reinvindicó a Sócrates, el filósofo callejero, crítico de “toda jerga altisonante, amigo de sus semejantes y un bien ciudadano”.

En otras palabras, Popper reinvindicó al filósofo comprometido con los problemas ciudadanos, no al especialista en un saber, sino al promotor del debate crítico que esclarece las cuestiones humanas.

Habermas ha retomado la cuestión al señalar la decadencia de la filosofía especializada y la necesidad de retomar el objetivo originario de esclarecer el mundo.

Parece utópico si, como el mismo Habermas señala, los intelectuales se han quedado sin lectores a quienes dirigir sus argumentos. La disgregación de la opinión pública, consecuencia de la revolución digital, así como la emergencia de una red de opinadores, producto del fácil acceso a las redes sociales, crea un escenario global de ruido o confusión de voces donde resulta difícil ser escuchado.

Y precisamente por esta situación, además de por el proceso deshumanizador relacionado con la instrumentalización de los perfiles de los usuarios de INTERNET para fines comerciales, se hace más necesario el compromiso social del intelectual y el retorno de la filosofía a la política (polis). Como en sus comienzos, cuando distante de toda pretensión de explicación particular, la filosofía aspiró a la comprensión totalizadora de la realidad -lo que no debe entenderse como un intento de construir una “ciencia total”- sino, como el esfuerzo por esclarecer los principios que rigen nuestras vidas.