Constriñe el alma y mueven a compasión y solidaridad esas inmensas multitudes humanas que se desplazan en caminatas de miles de kilómetros o se juegan la vida en frágiles embarcaciones tratando de llegar a países donde podrían mejorar sus expectativas de vida, aunque lo hagan desafiando el derecho que estos tienen a establecer límites de acogida.
Es sobrecogedor que miles de centroamericanos estén marchando por más de dos mil kilómetros, en condiciones infrahumanas, empeñados en llegar a territorio de los Estados Unidos. Como también los muchos más que siguen jugándose la vida cruzando el mar Mediterráneo convertido en inmenso cementerio, para tocar las puertas de Europa.
No están haciendo otra cosa que repetir la historia de la humanidad, desde sus orígenes, trashumantes somos y sobre cordilleras, desiertos y océanos seguiremos la marcha, agobiados por la pobreza, las persecuciones políticas o religiosas, sin importar el costo a pagar por la sobrevivencia y la imperiosa necesidad de crear nuevas expectativas de vida para nuestros descendientes.
Las caravanas de emigrantes que han partido de Honduras y Guatemala han conmovido al mundo en los últimos días, pero no son muy diferentes a las que en los últimos años han protagonizado una invasión de Europa, por cientos de miles. Aunque este año han disminuido, hasta el 15 de septiembre último eran 82 mil los que se la jugaron en el Mediterráneo, logrando llegar a la tierra de promisión, mientras 1,719 perdieron la vida.
En muchos casos se trata de una migración en dirección inversa a lo que ocurrió durante siglos, cuando los europeos invadieron inmensos territorios africanos, americanos y asiáticos, quedándose unos para siempre, y otros extrayendo inmensas riquezas y explotando tantos recursos naturales que destruyeron sistemas ecológicos y sembraron la miseria y el hambre.
Muchos de los países emisores de migrantes han sido víctimas durante décadas y siglos de la más cruel explotación de sus recursos y riquezas, o víctimas de las guerras cada vez más exterminadoras y degradadoras como consecuencia de las armas enviadas o traficadas por los más desarrollados que recurrieron hasta a la esclavitud.
Durante demasiado tiempo las naciones dominantes desataron o auspiciaron guerras., tiranías y dictaduras acordes con sus intereses que socavaron culturas y promovieron servidumbre, mientras los invadían de predicadores que pedían resignación bajo la promesa de mejor vida en el paraíso más allá de la vida conocida.
Ciertamente que el mundo se reordena, pero con una concentración tan espantosa de la riqueza, está creando condiciones insostenibles que seguirán compeliendo a inmensas masas humanas a forzar las puertas de la migración. Pero más allá del legítimo derecho de las naciones en ordenar su propia casa y limitar los ingresos, queda la compasión y la solidaridad con los migrantes que el Papa Francisco ha predicado con tesonera sistematicidad. Es lo que está haciendo en estos días el pueblo de México, que comparte su pobreza con los caravaneros que pretenden llegar a Estados Unidos.
Lo que no corresponde son las estigmatizaciones, los insultos, y las amenazas hasta de responder a balazos con que los enfrenta el presidente Donald Trump, ignorando la responsabilidad que ha tenido su país que por más de un siglo impuso sus dominios políticos, económicos y militares sobre la región. Los europeos no han respondido con balazos y han rescatados del naufragio a decenas de miles, asumiendo la responsabilidad de absorberlos. Sólo a las costas españolas habían llegado 43,467 entre enero y septiembre. Mientras la Unión Europea invierte recursos en los países de emisión y tránsito, tratando de disuadir las corrientes migratorias, Trump los amenaza con suprimir programas de ayuda y financiamiento.
Los dominicanos deberíamos tener más sensibilidad para entender los problemas migratorios, ya que más de dos millones de los nuestros llegaron y se quedaron irregularmente en múltiples naciones en poco más del último medio siglo. No sólo en países ricos, sino hasta en pequeñas islas caribeña donde alcanzamos cotas tan altas como la quinta parte de la población local. Y nunca sabremos cuántos miles perdieron la vida en el mar Caribe en la aventura migratoria.