Muchos son los que se interrogan, acerca de cómo se puede mantener una imagen ética y moral, integra, desde una organización política local, cuando la ciudadanía no confía en dichas organizaciones políticas, que sufren una mutación y desgaste acelerado, conjugados con la extraña necesidad de permanencia y autoritarismo de muchos de sus dirigentes.
¿Qué hacer para diferenciarse de partidos, que han permitido la construcción de liderazgo vacio, sin que se les tilde de farsante? El ciudadano común percibe y sabe, que la mayoría de esos que militan en las 21 organizaciones que, participaron en las pasadas elecciones, son vividores de la política, motivados por su crecimiento personal. Lo que no niega que aún existan algunos inspirados por el bien común.
La mutación acelerada que sufrió la clase política saliente, se ilustra con el deterioro institucional, corrupción e impunidad acumulada. Si bien no fue una sorpresa, pues en los primeros 6 meses del gobierno (1996) de Leonel Fernández, se dieron señales desde el palacio. Hasta los éticos sabían lo que sucedería con el PLD, haciéndose de la vista gorda, acompañaron el proceso de descomposición de la sociedad y del partido, con perfil bajo, viendo desde la orilla, y disfrutando desde las profundidades del poder, sin remordimientos.
Las cosas se transforman, dicen los budistas. Y toda esa gente, que se preciaba de ser muy ética y preparada, se transformó, compitiendo en los espacios más oscuros de la degradación política y humana. La extraña paradoja es que a fuerza de querer ser tan diferentes, terminaron siendo tan iguales o peores que aquellos calificados de incompetentes y corruptos, superando con creces la ineptocracia nacional.
La mutación moral de los partidos, es quizás la que llevó a ciertos dirigentes autocalificados de “serios” a hacer algunas declaraciones, que lejos de ayudar, les hundieron en el lodazal construido y sorteado. Al afirmar que “los funcionarios tienen derecho de participar en la campaña política en sus horas libres”, por ejemplo, el aún Ministro Ramón Ventura Camejo cayó en la categoría de charlatán, que había evadido durante años. Cuando Francisco Domínguez Brito hizo análisis comparativo, bajo la necesidad de reconstruirse una imagen moralmente vendible, se le escuchó decir que “no es la honestidad y la transparencia lo que les define (…). Su única misión en la política es obtener dinero”. Una podría creer que se estaría refiriendo a su propia organización, PLD – pero no, se estaba refiriendo al PRM.
Construir y mantener la imagen de político decente y capaz, desde plataformas políticas socavadas y desacreditadas, puede resultar difícil, hasta para el más versado en marketing político. Sobre todo hoy, cuando los nuevos medios permiten escudriñar en los espacios de la incoherencia humana. No basta con decir que se es “ético” – debe acompañarse de rituales existenciales a los cuales nuestra clase política no está habituada. El más honesto de nuestros políticos, puede tener un testaferro que asume propiedades y cuentas bancarias.
Si bien Leonel no mentía, cuando dijo “el PLD es una fábrica de presidentes”, le faltó añadir la facilidad que desarrolló la organización para quemarlos políticamente – aunque desde esa plataforma, se podía construir una imagen económica y social, pero jamás de líder idóneo e inmaculado, ya que la percepción cambió, y hoy son vistos como farsantes y corruptos.
¿Cómo diferenciarse, sin caer en el vacio político? ¿Cómo ser un político decente sin morir en el intento?
Por mucho tiempo, pareciera no haber espacio para los políticos serios -que los hay-, dentro de una actividad política degradada. No es en base a enunciados éticos y programáticos, que la mayoría de nuestros políticos han intentado ganar la confianza de la población. Muchos de los que exhiben adeptos, han tenido y tendrán que comprar con dinero y dádivas – pagando entierros, regalando salami, lanzando pollos, chancletas, ofertando secadas de pelo, mamografías, bonos, etc. Lo que ya no parece garantizar el triunfo.
¿Podrán cambiar esta conducta los políticos serios? Ahora que los discursos políticos son más directos y las falsas noticias se superponen en tiempo de pós-verdad, los mensajes parecen llegar con efectividad a un público anómico, que no tiene mucho tiempo para pensar, ni interés de analizar.
La imagen política se ha estado construyendo en base a la clientela histéricamente desesperada y, un populismo aberrante, convirtiendo cualquier vendedor de baratijas en un “líder” carente de los principios esenciales para el quéhacer político – quedando poco espacio para políticos inspirados en servir a los demás.
La población votante esperanzada observa cómo algunos políticos decentes, se entremezclan con farsantes y mercaderes de la política local, en busca de un cambio de gobierno, que no necesariamente implicará un cambio de paradigma político. En una coyuntura de complicadas alianzas, se han juntado el hartazgo y la rabia del pueblo, con un conglomerado de ilusionados políticos jóvenes y valiosas figuras de la sociedad civil, con una tradicional población de vividores, hacedores de travesuras, al acecho de oportunidades en el “cambio”, buscando que “le den lo suyo”. Reapareciendo así en la escena política diversas figuras de dudosa reputación, legitimados por el triunfo de un político decente, Luis Abinader Corona.
Ser un político decente en un escenario como este, comienza por desafiar la tradicional cultura de la cosa pública, carente de rendimiento de cuenta. Si las nuevas autoridades inician dando señales claras, mediante el ejemplo, apoyados en lo mejor de su gente, fortaleciendo las instituciones, implementando un régimen de consecuencias, castigando uno que otro corrupto, rechazando de plano las presiones de los aliados, el transfuguismo, la impunidad, etc.…, es probable que se demarquen, evitando ser arrastrados e identificados con los dinosaurios tradicionales de la mala política local. De no ser así, en algunos años, encontraremos el mismo escenario del cual intentamos escapar hoy día.