En una democracia no hay ni habrá gobiernos enteramente buenos como tampoco totalmente malos.  Por tal razón las acciones gubernamentales deberían ser juzgadas por su valor, por lo que representan en sí mismas para el bien común.

Es un error desestimar, por ejemplo, políticas educativas o en el ámbito de la salud que tiendan a solucionar problemas ancestrales en ambas áreas sólo porque no me agrada el gobierno o simplemente porque el éxito de la administración pudiera afectar las posibilidades del partido en que milito. El éxito de una administración sienta las bases del éxito del gobierno que lo reemplace. Aunque hablo de una situación ideal, se supone que esa es precisamente la meta que perseguimos.

Ha llamado la atención en las redes mi endoso a la campaña educativa de la Presidencia y del Ministerio de Obras Públicas para prevenir los accidentes de tránsito y reducir así las muertes por esa causa. Las estadísticas nos indican que las muertes en carreteras y calles de nuestras ciudades por el manejo imprudente superan las de por enfermedades cardiovasculares y otras causas. Mi esposa y yo pudimos haber muertos en febrero del 2014 en un accidente aparatoso cuando fuimos embestidos por detrás por un vehículo conducido a una velocidad espantosa. Muchos otros no han tenido la misma suerte.

El gobierno podría consumir su talento creativo en otros objetivos y no lo criticaría si lo hiciera. Pero no puedo como ciudadano negarle el respaldo a una acción que busca proteger a la gente del manejo inadecuado que pone en peligro la vida de todo aquel que circula por la geografía nacional, por gente que ignora las leyes de tránsito e irrespeta cuantas normas existen. Y apoyaré todo cuanto entienda capaz de mejorar la convivencia armónica entre nosotros. A lo largo de mi vida he apoyado causas que no lo merecían y dejado pasar algunas muy nobles. Uno termina aprendiendo de sus propios errores.