Hace justamente un año mi hijo mayor estaba preparando sus vacaciones para Europa. Yo lo acompañaba a todo lado. Desde la agencia de viajes que le estaba preparando el circuito, hasta buscar las certificaciones oficiales, de trabajo, de bancos…

Como iba a llevar a mi nieto mayor, a quien considera también su hijo, las exigencias eran mayores, ya que necesitaba otros tipos de certificaciones. Actas de matrimonio de sus padres, actas de nacimiento de mis hijos que certificaran el  parentesco. Acta notarial de permiso de mi hijo menor y mi nuera en que consentían su salida del país, en fin, un verdadero juidero para tener todo al día.

Cuando llegó el día de la partida no quise ir al aeropuerto a despedirlos, puesto que nunca me había separado de mis nietos. Y no  me  gustan las despedidas.

El día que regresaron todavía la pandemia no estaba en sus buenas y no habían cerrado las fronteras, pero ya en Francia sabían que llegaría y que  iban a cerrar  sus fronteras, todo esto  el mismo tres de enero, día en que salieron de Europa.

No me canso de dar gracias a Dios de que pudieron regresar, porque de tomarles esto por allá, me hubiera vuelto loca.

Como he tenido tan poco tiempo de conversar con mi nieto Luis Alejandro por el confinamiento, en estos días le preguntaba sobre su viaje. Él con mucho entusiasmo me fue diciendo de todas las cosas que le habían encantado. (El año pasado contaba con nueve años).

Le pregunté primero qué cosas recordaba de Roma, me dijo que le encantó el helado Cremino, que es un helado de chocolate. De Madrid, los bocadillos. De Pisa, qué lasaña para chuparse los dedos. De Florencia la bisteca, que es un bistec de buey de edad entre doce y catorce meses, típico de la cocina italiana y tradicional de la región de Toscana. De París una  hamburguesa. También me dijo que se le ocurrió pedir un día media pensión y que le trajeron un poco de comida en el plato y que no sabe por qué pidió así. Era una opción que ofrecía el tour, pero que mi hijo prefirió comer en los diferentes lugares para poder escoger mejor las comidas.

Yo me quedé mirándolo, le pregunté si solo había ido a comer, porque eso lo tenía aquí. Fue cuando reaccionó y me contó de la Plaza de San Pedro, del Museo del Vaticano y la Basílica. Me contó de las góndolas de Venecia y de la Basílica de San Marcos. Del Museo del Louvre, de la nieve en Mont Blanc, en los Alpes. Ginebra, Suiza. Me habló de Mónaco. De Toledo, sobre el río Tajo. De Barcelona y su templo de la Sagrada Familia. De Pisa y su torre inclinada, me dijo que se retrató como si la estuviera sosteniendo, también me contó que en el Louvre se retrató como si estuviera tocando la cúspide de la pirámide que se encuentra fuera. Me contó sobre la Torre Eiffel, la emoción que tuvo cuando vio encendidas tantas luces y que desde lo alto pudo ver toda la ciudad, sobre todo se sorprendió de lo mucho que había caminado, que no lo podía creer. Me contó también sobre su paseo por el Sena. Me sentí contenta, pues vi que no solo fue a comer, que aunque esa era su prioridad, también pudo disfrutar de ese viaje extraordinario que jamás olvidará.

Lo que más me emocionó con toda su narración fue que pude remontarme a años atrás cuando visité con mi hijo mayor, parte de esas ciudades y sus atractivos.

Sé que la emoción de Luis Augusto fue grande al poder dar con su familia, su esposa y sus dos hijos, los mismos pasos que había dado conmigo.