Según parece, la Comisión de congresistas que debió recomendar qué arquitectura podía darle el Congreso al artículo del código Penal que prescribiera el tamaño de la sanción que se aplicaría al hombre que bajo amenaza e intimidación obligara a su esposa o compañera sexual a la práctica de un coito, no leyó la famosa novela Crimen y castigo del escritor ruso, Dostoievski (1821-1881), y si la leyó no se dio cuenta que la riqueza de detalles dados por el narrador tiene la intención de presentar la psicología desnuda de un hombre fuerte que se siente y actúa como amo único de la fuerza y debido a ello se cree autorizado a cometer cualquier categoría de crimen.
Quienes leen esa novela descubren que aquel que comete un delito es reo de una justicia externa con resarcimiento limitado, pero si el delito es de carácter sexual contra la pareja, además se convierte en reo de una justicia relacional y vincular por lo que el castigo adquiere una fuerte connotación social puesto que el hecho afecta, psicológicamente, a toda la estructura familiar. Por eso, sugerir rebajar la pena a ese tipo de delito es indicativo de que la lectura de Crimen y castigo se entendió o interpretó al revés.
Esa obra, o mejor dicho, esa monumental historia literaria, es talvez la creación narrativa que más ha atraído la atención de críticos especializados, de psicoanalistas, de psicopatólogos, filósofos, psicólogos sociales, de expertos criminalistas, abogados penalistas, jueces y hasta de gestaltistas, por la sencilla razón de que tanto en la ortodoxia del siglo 19, como en el entorno del nihilismo y en la esfera de la modernidad, el crimen y el criminal son enjuiciados por mucha gente como “circunstancias” humanas, lo cual es verdad, pero no en el tono o en el sentido de que la víctima provocó a su agresor aun a sabiendas de que éste tenía la fuerza para hacerle daño. Pues prácticamente todos los crímenes son utilitarios y esta es la segunda razón de por qué todo crimen debe tener como consecuencia un castigo.
El hecho de que el receptor del crimen sea la esposa o la compañera sexual del perpetrador, no desvirtúa o no le quita peso ni dimensión al delito que ha de castigarse sino al contrario, puesto que nadie puede llegar al extremo de convertir en víctima ni exigirle gratitud esclavista a la persona que dice amar o que te ama ya que no se puede entender el amor entre la pareja marital como una sublimación sino como un vínculo relacional con límites y fronteras.
Pero ¿por qué se convierte en delito el coito bajo la sábana de la intimidación con la mujer que es la compañera sexual de un hombre a quien se supone que ella ama y que él la ama a ella? Bueno, debo decir de inmediato que: 1) amar no significa subordinación ciega a quien se ama; 2) si una mujer confiesa que ella ama tanto a su marido que siempre está disponible para satisfacerlo sexualmente cada vez que el tenga una erección, entonces esa mujer padece un trauma ya que amor y sexo son cosas distintas y son dirigidos por procesos mentales y físicos también distintos, por lo que la mujer que dice y hace tal cosa es porque siente tan escasa empatía con ella misma que pone la satisfacción del marido en primer plano dado el miedo consciente o inconsciente que le tiene y por eso no toma en cuenta sus propias necesidades sino las de él; 3) la conducta sexual de hombres y mujeres a pesar de que es influida por señales y sensaciones de placer y fantasías sexuales, la verdad es que dicha conducta está bajo régimen de una voluntad consciente y de la realidad del deseo, si no fuera así, el hombre que bajo amenaza logra un coito su mujer o que ataca sexualmente a una amiga, a una vecina o a una mujer desconocida, no cometería un crimen pues nadie en su sano juicio acusaría a un burro de que le violó su mejor burra; 4) un hombre no puede alegar que violó u obligó a la brava a su mujer a tener con él un pequeñito coito, llamémosle un “coitito”, si usted prefiere, dizque porque la ama tanto que es incapaz de acostarse con otra mujer, pues una cosa es amor y otra muy distinta es la ilusión de amar. Mientras mayor es la ilusión de amar que tiene un hombre, menor es el tamaño o la amplitud del amor verdadero que siente ese hombre por la mujer que dice amar; y 5) si una relación de pareja heterosexual no arrastra lucha, crisis, conflicto, negación, resignificación y perdón, entonces uno de los dos manda y esclaviza y el otro obedece resignado.
El coito entre las parejas heterosexuales de las sociedades primitivas fue de tipo estrictamente procreativo, pero el coito moderno es de consenso y placer. Usted lo propone o negocia y la mujer intuye que psíquica y físicamente tiene libre elección a decir “sí”, “no”, “otro día” y “olvídate de eso, muchacho”. Y todas esas posibles respuestas tienen su fundamento en lo que sugirió Stendhal en su famosísimo ensayo Del amor (1822), de que el coito en una pareja marital tiene una relevancia particular porque debe ser satisfactorio para ambos y esto solo se consigue si la mujer lo aprecia, de lo contrario, ella lo ve como la hermosa flor que adorna a un desaguadero cloacal.
Hoy, el coito con la pareja marital precedido de coacción, amenaza y chantaje es un delito que debe conllevar la misma equivalencia penal que tiene si fuera con cualquiera otra mujer en las mismas circunstancias, porque lo femenino, la dignidad, decoro, la simbolización que hace toda mujer de su vagina, la definición que ella tiene de su libertad “más allá del placer sexual”, y su propio instinto que la lleva a proteger su integridad sexual, física y emocional, no terminan con el matrimonio ni con la unión consensual.
Ahora, lea la siguiente anécdota y entérense legisladores, jueces y abogados del porqué hay que condenar ejemplarmente a los maridos que abusan del pudor de sus parejas. Hace tres años vino a mi oficina para seguimiento clínico, en mi condición de terapeuta familiar, una mujer que abandonó el “hogar” después que su esposo, un sarnoso de pelambre delictivo, no conforme con obligarle frecuentemente al coito revólver en mano, quiso que ella le acompañara en una “apuesta coital” contra otra pareja heterosexual. Es decir, el bandido de su marido apostó 20 mil pesos con otra pareja de que ella podía “aguantar” cinco coitos consecutivos en tres horas sin siquiera tomar agua y luego levantarse de la cama para ir a cocinarle a él y a los hijos. Es lo que aquí por el Cibao le llamamos la “apuesta de la rompe cama”. Por eso, lo sensato sería que el Código Penal remozado no rebaje la pena de esa clase de delito, sino que al rufián que lo cometa se le sancione con la pena llamada “cómo pudrirse en Najayo”.