El otro día estaba con  varios profesores universitarios en una reunión informal, en la que el tema central giraba en torno a cómo “arreglar el país” aportando ideas, buenas, regulares o malas, al igual que lo hacemos los doce millones de los diez que habitamos en la República Dominicana.  Cada  uno iba dando su docto punto de vista, que si hacía falta más representación democrática, que si había que cambiar el modelo productivo, que si había que reformar el sistema educativo, y cuando me llegó el turno, y como sobre estas -y muchas otras- cosas soy un ignorante de tomo y lomo, lo único que se me ocurrió decir es “ya tengo la solución, importar cerebros”, un tanto desconcertados los tertulianos me pidieron ampliar mi estrambótica propuesta.

Sobre la marcha y gracias a mi oficio de publicista, me fui inventando el argumento y les contesté que debíamos importar gente capacitada de otros países para ocupar cargos de responsabilidad. Por ejemplo, mil altos funcionarios ingleses para ocuparse de la administración pública. Los británicos son famosos por la capacidad de cuidar los intereses estatales y privados, aún enviando las cañoneras si hace falta, lo han demostrado a lo largo de su historia con la corona y el manejo de las colonias en todos los continentes.

Después, traeríamos mil norteamericanos bien emprendedores para promover los negocios, los gringos son únicos en desarrollar y llevar a cabo ideas nuevas y productiva, tontas o complejas, que dejan grandes beneficios, desde las aguas teñidas de negro y azucaradas llamadas colas, a las hojuelas de maíz, o hasta los viajes turísticos espaciales. También traeríamos mil cocineros, perdón, chefs, franceses para que se ocuparan de la gastronomía y alimentación, la cocina gala es famosa en todo el mundo por su variedad y calidad, así los dominicanos variaríamos la monótona dieta del arroz, las habichuelas y  la carne, la única bandera en el mundo que se puede comer a diario, y desaparecería la malnutrición y los ombligos verdes de los campos y barrios marginados.

A continuación, llamaríamos a mil españoles para que se ocuparan de los asuntos del turismo, si bien los “ España” como muchos les llaman por aquí no han demostrado ser muy eficaces en política, en eso de hoteles, viajes y tours, saben cómo sacar buenos beneficios en divisas fuertes, medianas o flojas, todas valen.

Los siguientes en llegar serían mil italianos, no para que recalen en Bocha Chica, donde tanto abundan con hotelitos y restaurantes, sino para encargarse de las cosas artísticas, de la pintura, de la artesanía, la cerámica, la escultura. Los ítalos dominan como nadie las bellas artes, por algo han dado a la humanidad genios como Miguel Ángel, Da Vinci, Duredo o Modigliani. Así, la artesanía nacional cobraría una gran notoriedad y sería conocida y exportada a todo el mundo.

Por último, y para no cansarles el cuento, vendrían mil alemanes para impulsar la industria nacional, los germanos son malabaristas en eso de inventar y construir máquinas, en instalar cadenas de montajes, fundir metales y todas esas complejidades de los hierros, roscas y tornillos.

Al acabar mi peregrina exposición, uno de los oyentes dijo: Es una idea excelente, lo único que a los seis meses de instalar a los técnicos extranjeros, cuando Juancito Rodríguez vaya a reparar un motor de su fábrica al taller de los teutones Otto y Fritz , luciendo sus orondas barrigas desde sus cómodas hamacas y con una gran jarra en las manos le digan:  ”no jorrrobes hoy, Juancito, que es vierrrnes y estamos en cerrrvesa, ven el marrrrtes que viene, a verrrr que podemos hacerrrr” .

O cuando el franco Antoine Duval en su prestigioso restaurante gourmet internacional le diga a la doña que lo ayuda a cocinar: “Tatica, “sílvuplé”, ahora que nos ve nadie, pásame el concón y los fritos que me voy a dar una jartura de perros”.

El profesor tenía toda la razón. Y es que los dominicanos llevamos en el ADN un gen del disfrute existencial, único, que además de hacernos peculiares en este y en todos los planetas, es alta y peligrosamente contagioso. Y es por eso, que no tenemos arreglo. Afortunadamente.