Lo fui notando poco a poco. Lo traían los choferes de Uber e InDriver, junto a su buen manejo de servicio al cliente, en las decenas de traslados que he tomado mientras espero que mi carro navegue en la panza de un barco entre el Golfo de México y el Caribe. También lo noté entre los dependientes masculinos y femeninos de las farmacias, ferreterías y supermercados visitados con mucha prisa y prudencia, manteniendo la sana distancia para acondicionar mi nuevo hogar.

Algo visiblemente maravilloso estaba pasando. No fue hasta que entré un domingo a Ágora Mall, en medio de los afanes de la mudanza, para comprar utensilios domésticos imprescindibles, cuando comprendí la dimensión del fenómeno sociocultural. Entre decenas de personas pude apreciarlo mejor. La juventud dominicana ha adquirido una renovada apariencia que se manifiesta en los creativos peinados.

Dos déjà vu me asaltaron.

El primero es una ficción, aunque basada en un hecho real. Es la escena de la película Nacido el 4 de julio (1989) donde el director Oliver Stone recrea lo experimentado por el veterano de guerra con apenas un par de años fuera de su país, cuando su hermano menor lo lleva a pasear a un centro comercial. Ron Kovic, excombatiente en Vietman, observa con sorpresa a una juventud distinta, irreconocible para él, expuesta a signos de libertad en su modo de vestir, peinarse y actuar, que no experimentó cuando siendo él joven también, se fue a la guerra que lo dejó en una silla de ruedas. Los sentimientos del protagonista y los conflictos que pronto enfrentaría con ese hermano menor con postura antibélica le dieron a Tom Cruise, en mi opinión, una de las mejores actuaciones de su carrera.

La otra sensación de ya visto fue real, propia y coincidente con el tiempo en que Kovic regresaba a los Estados Unidos. Pasé mi niñez y mi adolescencia viviendo a pocos metros al norte de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), entre los años sesenta y setenta. Crucé incontables veces la ciudad universitaria por distintas razones: paseando en bicicleta, para recibir mis primeros frenillos en la Facultad de Odontología o para ver a escondidas cadáveres en la Facultad Medicina.

La ciudadela tenía en esos años una expresión sociocultural verdaderamente autónoma, caracterizada por la expresión de sus alumnos universitarios en sus atuendos de vestir, los grafitis que dejaban en sus paredes, sus agrupaciones sociopolíticas, sus movimientos de protesta y algo particularmente distinto: sus cortes de pelo. En la UASD me acostumbré a ver jóvenes con peinados afro, que no veía en otros lugares de mi realidad pequeñoburguesa.

Como Kovic, ausente de mi país por cortos años, apenas seis, en Ágora volví a encontrar esa expresión desaparecida con el tiempo, un restaurado lenguaje de la identidad que definen los nuevos peinados al estilo africano. En un evento parecido a las historias sagradas donde hay reapariciones esperanzadoras, sentí que algo que había muerto hace tantos años renacía.

En 1975, instruidos por Ángela Guillén Medina, revolucionaria de espíritu y hermana mayor que me crio, en filita india junto esos universitarios contestarios, fuimos los cuatro hermanitos Noboa Pagán, todavía niños, a llevar flores al día siguiente de un crimen horrendo, en el lugar donde todavía había vidrio roto y sangre derramada. La noche antes había caído el periodista Orlando Martínez a pocos metros de mi casa y frente a la UASD. Los chicos con peinados que celebraban sus orígenes étnicos lloraban, mientras se escuchaba incesantemente en la radio a Camilo Sesto cantar, Si se calla el cantor, en señal de sutil protesta.

En Ágora comprendí que desde la cabeza hasta los pies los dominicanos jóvenes de un nuevo milenio retoman los símbolos de la libertad junto a un criterio ampliado de la estética que les son propios por herencia genética. El descubrimiento me apasiona, por lo que me fui a consultar con las voces expertas. Entrevisté a las estilistas de mi nuevo salón de belleza, Chrismar’s Beuty Parlor.

Lourdes Hilario, estilista con experiencia, comenta que la juventud ha encontrado varias razones para optar por los nuevos peinados. Explica Hilario, que los jóvenes se sienten más independientes cuando aprenden a hacerse sus propios peinados. Dejan de depender de la madre o la estilista profesional, a la vez que ahorran tiempo y dinero.

Me identifiqué con el comentario de mi apreciada Lourdes cuando comentó que en sus años de adolescencia no se habría atrevido, amén de que, en esos tiempos, había que usar obligatoriamente el secador o los rolos. Mientras conversaba con Hilario en lo que me secaba el pelo, mi atención se centraba en Rosauri Laurencio, una especie de Nefertiti caribeña que arreglaba a mi cuñada Claudia quien me acompañó al salón y a producir esta entrevista con las fotos que le acompañan.

Rosauri me contó que de niña usó trenzas hechas por su madre adornada con bolitas de colores. Pero no le gustaban. Le pesaban y le daban dolor de cabeza, aunque disfrutaba el sonidito de maracas dentro de las bolitas.  A los catorce años, pidió a su madre desrizarla para llevar el pelo liso. Como la mayoría de nosotras las dominicanas a esa edad, tener el pelo lacio era una aspiración y luchamos contra la propia naturaleza de nuestro pelo para alcanzarla.

Seis meses después, Laurencio hizo algo que jamás yo hubiera soñado a los dieciséis años cuando el epítome de la belleza era Bo Derek. Como la actriz de los años ochenta, Rosauri se puso trenzas postizas al estilo africano. Su mamá siempre quiso eso para ella. Sin embargo, Rosauri manejó el cambio radical en privado para no asustar a su progenitora. Fue cortando poco a poco el pelo desrizado hasta tenerlo natural. Pidió permiso a la directora de su colegio para llevar trenzas africanas. La directora aceptó con tal de que no lo tiñera de colores llamativos. En mis tiempos eso habría sido impensable. Thelma Gómez, la queridísima directora de mi colegio era flexible, pero no tanto. Daba igual. Todas queríamos vernos un poco como Brooke Shields, en mi caso, una misión imposible.

Lourdes Hilario, estilista.
Rosauri Laurencio, estilista.

Como resultado de su conocimiento en el tejido de trenzas, Rosauri aprendió a hacerla a otros y, finalmente a sí misma, algo bastante difícil. Pertenece a una comunidad de amigas en Instagram que se llama TrenzadasRD que comparten el know how; tiene ese empleo donde la conocí, pero pronto iniciará la carrera de Finanzas, gracias a una beca que recibirá como hija de un militar.

Cuando le pregunté, ¿por qué Finanzas? Su respuesta fue que el buen manejo del dinero es fundamental. Ha visto a personas cercanas a ella, hacer dinero y luego perderlo y usó esta expresión: Como agua entre las manos. Terminó la improvisada entrevista diciéndome que de niña buscaba aceptación. Las trenzas la hacen sentir empoderada, que una puede con el mundo, me dijo.

Algo hermoso ocurre.