El sopero nazista está en todos los rankings de los mejores episodios de la serie de televisión Seinfeld. Es una joya para comparar con el “fascismo de no doble funda” que buscan imponer dos cadenas de supermercados locales, algo que creí era un invento de mi esposa.  Ambos casos sirven para comentar nuevamente la idea de la soberanía del consumidor, en mercados donde éste puede ir a comprar a cualquier otro negocio rival lo que anda buscando: caldo gustoso y empaque apropiado para lo que dos fundas requiere.  Es decir, donde tenga opciones que conozca o pueda investigar preguntando, viendo un periódico o, como ahora, tocando un App en la pantalla del móvil, como se hace en New York y Santo Domingo.

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…porque sus recetas daban un toque mágico nunca visto

 

Un inmigrante argentino jura que sus sopas se valoran más que el último caldo caliente en el Polo Norte.  Desde que abrió, sin gastar un dólar en publicidad, los comensales no dejan de llegar, hacer largas filas y aceptar sin queja su forma, “muy suya de él”, de servir personalmente la sopa. Nada de las sonrisas, que encuentra en general mecánicas y poco sinceras, de las cadenas de comida chatarra, donde le revienta también que la gente llegue indecisa a la caja o, para salir en “átomos volando”, que inventen platos o combinaciones frente a menú tan variado.  Lo suyo es “manu militari”, en fila india los clientes, recibidos con sequedad sargento de academia. Parados en atención, pedir rápido, en voz alta y con claridad la sopa que quieren; recibir caldo de elección y  pasar presto a caja para él gritar, con autoridad, “PROXIMO”.  Era por esta forma que le llamaban el “Sopero Nazi”.  A pesar de ser grosera o inusual donde por comida se paga,  Jerry, Newman y Kramer la soportaban, al igual que cientos de personas, porque sus recetas daban un toque mágico nunca visto en la Gran Manzana.

¿Destruye esta escena la idea de que el consumidor siempre tiene la razón y que es soberano en los sitios donde realiza sus compras? Para nada.  Las quejas se guardan y la corona se la quita, de manera voluntaria, sin coacción de terceros, en casos extremos como éste, donde la calidad de lo que se va a consumir supera las inconveniencias de una larga fila y un trato brusco.  Cada timbre de la caja registradora indica que se ha sellado una transacción en que un consumidor ha valorado más la sopa que recibe ahí, que otra opción con mejor combinación de precio-cortesía en otro restaurante. Eso hizo Jerry cuando votó con su efectivo el primer día que visitó el local,  donde tal vez estuvo un poco incómodo por la referencia fascista atribuida al chef.  Le encantó, decidió continuar comprando todos los días y hasta invitar a sus amigos a probarla, con la advertencia vehemente de que por favor respetaran su estilo.  Fascismo comercial transparente, que no se oculta a los clientes antes de comprar, no tiene nada de malo.

Esto es, precisamente, lo que aquí no pasa con dos cadenas de supermercados que se han dado a la odiosa tarea de informar a sus clientes, cuando están pagando en la caja, que hay una política de no poner nada en doble funda.  En la puerta del establecimiento no hay carteles que eso informen.  Los anuncios que se escuchan por los parlantes hablan de “solicitar al cliente cooperar” con la política para usar las “fundas necesarias”. Nada nuevo.  Eso es precisamente lo que la mayoría de los compradores sensatos vienen haciendo cuando pagan su compra en todos los supermercados. Cajera, empacador y cliente no se dedican a poner todo en doble funda. Un paquete de cuatro rollos de papel de baño es ilógico que se ponga en dos, pero un melón y una mano de plátanos es obvio que las necesita.  Ese equilibrio armónico ahora es roto por una orden dada a las cajeras, de acuerdo a sus versiones, de poner todo en una funda o ellas pagan las que pongan demás.

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Lo irritante aquí con la política de una funda para todo es que no se atreven a poner la esvástica en el carrito de la compra

Es por esa amenaza de descontar fondos a un magro salario, que usted al pagar ya no se encuentra con la sirenita Ariel. Una horrible Ursula, en el peor de sus humores, es que pretende que respete el mandato del franquista que no se atreve a hablar claro ni dar la cara.  El sopero nazi no se esconde. Jerry lo ve, con su bigote al estilo Stalin, desde que está de cuarto en la fila para ordenar, y es testigo de su mal carácter, terquedad e intolerancia antes de pedir su sopa.  Procesa la información que tiene y toma su decisión personal de comprar, de hecho, sin importarle que su novia y amigos fueran expulsados por romper el protocolo de campo de concentración, que pensaron era una broma.  Lo irritante aquí con la política de una funda para todo es que no se atreven a poner la esvástica en el carrito de la compra, sombreros cónicos del KKK a las cajeras y la foto del dueño con su condecoración de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas, a la entrada de cada góndola.  Mensaje así sería bien claro: Es mi supermercado, la calidad y precio de mi producto son incomparables, si los adquiere sepa que no hay envoltura doble funda para nadie. ¡Chévere! Entonces me devuelvo de la puerta o entro a comprar barato y aceptar el sacrificio de una funda, que a fin de cuentas es mejor para la Madre Tierra.

Ante reglas bien explícitas en un establecimiento privado, el cliente no tiene razón de quejarse o buscar paladines vengadores en agencias reguladoras.  George, Elaine y la novia de Jerry, que estaban locos por probar la sopa de la que todos hablaban, no hicieron caso a las reglas  y recibieron su condena: “¡No sopa para usted!”.  La novia, por besuquear a Jerry en la fila; George por preguntar por qué no le dieron pan; y Elaine, espíritu rebelde que intento usar una gorra de Baltimore, cuando fue invitada al Yankee Stadium a los asientos asignados a los dueños del estadio y del equipo, obviamente por comportarse exactamente al revés de un buen recluta.  Los tres no tenían nada que objetar por conocer la política. El sopero nazista ejerció su derecho de admisión y hacer negocio con quien respete sus normas. Hay otros sitios tolerantes con las muestras cariños en la fila y el guion que quiera seguir el cliente al ordenar.

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Le queda entonces moverse a otro que crea en la sensatez de clientes y empleados

Reglas puestas a escrutinio del cliente, de forma clara, sin mensajes ambiguos, se podría calificar de fascista sólo en la forma, jamás en el fondo.  Es cuando se quiere mantener en secreto hasta el momento de pagar que irrita. Entonces hay razón para manifestar incomodidad y frustración, dejar tirada la compra, soltar dos o tres impublicables y largarse acusando a los dueños de hipócritas por ocultar, con velo ecologista, ese afán de lucro insaciable que caracteriza a mercados con poca competencia. También de llamar mentirosa a la supervisora que dice es política generalizada que aplica para todos, a rajatablas, sin importar que sea jefe de las aduanas, impuestos internos o miembro de la directiva de la Casa España.  Le queda entonces moverse a otro que crea en la sensatez de clientes y empleados para decidir lo apropiado al empacar; o volver a buscar buenos precios y calidad donde el fascista de la secreta,  una vez se le pase el pique a las doñas o se le deshinchen las pelotas a los caballeros.

También la experiencia sirve para convencerse de la bondad de insistir para que en ésa, y en toda actividad económica, se eliminen barreras que impiden la competencia, la única situación donde está obligado, todo el que ofrece algo a la venta, a tratarlo como un rey.  ¿Qué está impidiendo que aquí al país no llegue Target, Wallmart, Best Buy, o que Carrefour salga de su estancamiento? ¿Habilidades que no tienen para pasar un furgón de Boquerón del Sur como sardinas corrientes y otras argucias impositivas que dan ventaja competitiva desleal a los establecidos?

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Es lo mismo que tendría que hacer un miembro del KKK…

En una sociedad libertaria, hay que tolerar a los que se atreven a comportarse como fascistas en negocios donde enfrentan competencia. Es el consumidor, más volátil que la trayectoria de las tormentas, quien le da y le quita ese poder.  Eso se entendía en un New York todavía liberal, en el sentido clásico, de los años noventa y el sopero nazista, como ven en la historia, era Mariscal con pies de fideos.  Pero ahora esa es ciudad de niños llorones en un estado cada vez más paternalista, donde este caso provocaría demandas absurdas y atraería a entrometidos terceros intervinientes, con nada que buscar ahí.  Ejemplo, la solidaridad reciente con el abuso contra la repostería que se negó hacer un bizcocho de boda a una pareja gay, cuyos dueños fueron multados y obligados hacer el trabajo. Antes, como es lo correcto, simplemente había que buscar otra más tolerante y ejercer, si se quiere, su derecho a boicotear ese establecimiento amparado en la Primera Enmienda.  Es lo mismo que tendría que hacer un miembro del KKK que quiera que un pastelero negro le adorne una torta con la recreación de un linchamiento.

Para todos los tiempos y todas las épocas, hay que respetar el derecho de negocio privado a poner sus reglas para ofertar bienes y servicios a clientes que tienen la libertad de preferir a otros. El único requisito es la sinceridad del sopero nazi. Ese es el modelo a seguir por nuestros franquistas de la secreta, oportunistas que esperan usted claudique a poner todo en una funda, porque ya invirtió tiempo en llenar el carro con la compra  y tiene sus fieras entrenadas para cumplir las órdenes. ¡Así no! Tengan valor,  salgan del armario con su uniforme falangista, hablen claro y empaquen ustedes mismos de esa forma para dar ejemplo. Así tal vez regrese.

Video The Soup Nazi