El fetichismo de la mercancía es como afirmaba el sociólogo alemán, Carlos Marx, se refirió al auge y empuje que adquiere la mercancía como resultado de la aparición del modo de producción capitalista: todo adquirió valor de cambio, en un mundo donde el capital impuso sus reglas y cambió la visión pasiva de los bienes de consumo, uso y cambio.
Por tanto, en la sociedad moderna, el dinero sustituyó al esclavo, al ganado y a la tierra, para mimetizarse en una moneda de cambio que permitía, enriquecerse, adquirir bienes y acumular poder económico y por supuesto, político. Con el tiempo, muchos de estos procesos fueron transformando las prioridades sociales y haciendo que todo terminara en una mercancía, con un grado de necesidad y demanda que traducen las prácticas sociales y resultados del conocimiento, en moneda de cambio también.
En su momento, la cultura también se orientó como bien de cambio, aunque no con las dimensiones estrictamente materiales de la simple mercancía. La cultura fue reconsiderada en su dimensión material, cuidando en todo momento su esencia, pero sabiendo de su valor monetario, aunque no estrictamente como un producto comercial convencional, aunque sí con valor de cambio igual.
Estas transformaciones produjeron un cambio de percepción, en el sentido de que es la cultura, no sólo un medio de vida para la subsistencia del ser humano y la reproducción del grupo, sino también, un instrumento de desarrollo y un bien de cambio.
Explicando esta complejidad social de la cultura, se crea el concepto de industria creativa o cultural. Todo creando un espacio a la cultura, de modelo sostenible de desarrollo, que devuelva a quienes, el don del encantamiento que proyecta y el talento que posee en sí mismo, le genera un grado de compensación material más allá de su funcionalidad social…Sus dominios, apropiaciones, particularismos, especialidades del saber y de sus prácticas, hacen de la cultura, un escenario de representación que permita promoverla, por sus implicaciones e impacto sensorial, en un recurso de valor de cambio, pues se debe cobrar por su uso público, la divulgación de sus dominios particulares y por la autoría de la misma.
El carnaval atraviesa por el dilema de cómo organizar esta tarea, cómo hacer que el carnaval como espectáculo, sea portador de alegría y divertimento, sociológicamente, una catarsis. Es también el carnaval un medio expedito para crear fuentes de empleos, riquezas y medios de vida de quienes, de una forma u otra, se ven envueltos en sus redes.
Los recursos se mueven en cantidades altas, el dinero circula desde distintos focos de atención, sin embargo, los carnavaleros ven poco sus resultados. La industria creativa del carnaval, no se puede reducir erróneamente a la comercialización de la festividad, sino hacia dónde van esos fondos, quiénes y por qué terminan siendo los beneficiarios?
Comercialización no es pecado en sí, es la manera en que se mueven los fondos, hacia dónde terminan los beneficios, quiénes se hacen representar en estas conversaciones?, pero al carnavalero, de todo lo que se mueve, le llega poco.
Así mismo, no es lo mismo comercialización que la cultura como industria cultural. Tal vez lo cuestionado en estos casos son los criterios sobre los cuales se definen las prioridades y los beneficiarios. Quiénes y por qué se quedan fuera los protagonistas de la acción cultural, del beneficiario monetario que generan ellos.
La industria cultural es un mecanismo de regulación de todo el potencial de recursos y beneficiarios del carnaval. La tarea es saber cómo articular los portadores del hecho cultural con fondos económicos, sabiendo que en esta red socioeconómica, son muchos los beneficiarios: portadores, intermediarios, comerciantes, artesanos, coreógrafos, músicos, artistas en sentido general, sastres, modistas, otros oficios y facilitadores de servicios que también son tocados por el manto económico que allí se mueve, no es malo eso, sino cómo crear pautas reglamentarias para que el destinatario final, no sea uno, sino muchos otros, generándose una estructura comercial y de activad económica, que bien normada, ha de beneficiar a muchos, en especial a los carnavaleros.
La comercialización por su lado, al reemplazar a los actores originales a través de intermediarios, desvirtúa su carácter de industria cultural. Concentra en pocos los beneficiarios, margina los portadores o los reduce a ínfimos montos, se adueñan de la organización, trazan la pauta del carnaval y terminan definiendo su perfil.
Revisemos pues la manera en que se están comercializando nuestros carnavales, que mal le hace a su esencia. De qué manera esta comercialización y los beneficiarios no son los portadores y por supuesto, cómo crear un reglamento para estas prácticas, evitando que se pierda la esencia, sin que ello implique su negatividad, es importante comercializarlo y articularlo al desarrollo como industria cultural, pero en todo caso, regulado y normado, siendo el Ministerio de Cultura, su principal regulador.