Estoy inmerso en una revisión del concepto colonialidad y el concepto blanquitud, este último acuñado por Bolívar Echeverría (Ecuador, 1941-2010) del que he hablado otras veces en esta columna de opinión. Me parece que todavía está en ciernes el análisis de nuestra realidad social, cultural y política desde esta dupla de conceptos. Hay estudios, pero han quedado relegado al ámbito académico o el selecto grupo de amigos y alumnos de quienes lo profesan.
La colonialidad es la continuidad del colonialismo histórico bajo otras circunstancias consecuentes del primero. Esta continuidad se produce como el efecto de las políticas y prácticas en todos los órdenes de la vida en que se desarrolló el ejercicio del poder entre colonizador y colonizado; aunque preferentemente, como señala Walter Mignolo, en las relaciones de producción capitalista de la modernidad y en la idea de raza como motivo para la exclusión del otro. Evidente que esta continuidad no es mera identidad, sino que hay transformaciones importantes en la continuidad del poder, del ser y del saber. El fenómeno de la transculturación es el indicio de que lo que ocurre después del intercambio forzado entre dos culturas crea algo, pero lo creado es imaginado como un “subalterno”, de otro orden inferior a quien coloniza.
Como la construcción de una imagen de sí mismo depende en buen grado del imaginario social que se crea sobre la colectividad, se hace imperativa la noción de blanquitud en los términos en que la expuso Echeverría: “Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación” (cf. http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/blanquitud.html). En otras palabras, la blanquitud es la asimilación de una visibilidad ligada a los comportamientos de un conglomerado en particular, definidos por su posición de poder como la norma de lo real o existente. En este caso, la pureza blanca étnico-racial se constituye en baremo desde el cual se definen e imaginan los subordinados.
El refinamiento de la propia imagen para adecuarlos a los moldes y cánones de “lo blanco” es una muestra del efecto de la colonialidad que se dirige unidireccionalmente sobre el subordinado. Por ello la blanquitud resulta agravada, como es natural, en el subordinado más que en su opuesto. El fenómeno del “alisado” de pelo es una muestra de la blanquitud que trajo consigo el régimen colonial en nuestras tierras. Igualmente, el refranero criollo está nutrido de prejuicios raciales e imágenes estereotipadas sobre el otro que resaltan la inferioridad de lo negro sobre lo blanco.
Pero la cosa puede ir más allá de estos indicios de blanquitud y colonialidad en nuestra tierra. El imaginario que se construye sobre los espacios habitables se hace atendiendo a la exclusión maniquea entre el bien y el mal. Ciertos lugares nos parecen buenos porque son habitados por gente blanca; por el contrario, otros nos parecen malos porque allí habitan negros. Fíjese que no he hablado de riqueza y pobreza. Si tomamos en cuenta estas variables, tendremos el mismo resultado de diferenciación por exclusión racial del otro o por asimilación de las conductas y maneras refinadas blancas como motivos de superación, lo que trae a la larga una negación de sí.
Aquí estriba la importancia de estos conceptos combinados. Sirven de referentes para analizar un proceso complejo de exclusión social histórica, pero también para analizar una serie de prácticas que pululan en nuestra cultura. Estas prácticas y, en muchas ocasiones, sujetas a discursos de odio están siendo renovadas a través de las redes sociales en múltiples formas y a distintos grados. La mirada crítica sobre la cultura y los modos de proceder impregnados en ella, los cuales repetimos por nuestra condición mimética, lleva a convencernos de la importancia de estos conceptos. Sin ellos no podríamos dar cuenta de lo que somos como ciudadanos ni de los derroteros inverosímiles por los que se encamina la sociedad dominicana actual.
Esta dupla de conceptos me ha permitido entender por qué cuando leo uno de los autores decimonónicos nuestros me queda la sensación, y la posterior frustración, de que está describiendo la sociedad actual, a casi cien años de sus palabras sobre nosotros.