La enfermedad infectocontagiosa que ya, al generarse en Haití y propagarse en Dominicana debe ser considerada como una pandemia, se gesta e incuba bajo el ropaje de la desvergüenza que auspicia y sostiene la pobreza, de la insalubridad barrial, de la contaminación urbana, de la peor gestión urbanizadora; por ende es un flagelo que desmiente la urbanidad y pone en evidencia el maltrato secular de las supuestas autoridades, estatales y municipales, para con los ciudadanos que deben representar y proteger, a los que des-categoriza, descalifica, abandona y excluye de los procesos de urbanismos conscientes que (mas malos que buenos) aplicados selectiva y esporádicamente, han beneficiado a las clases privilegiadas dentro de las ciudades de grandes poblaciones.

Por supuesto que toda la ciudad podría ser víctima de la extensión y propagación malsana que avanza en la periferia al amparo del desorden de colonización territorial que se ha permitido, históricamente, distorsionando las características urbanísticas de una ciudad que debiera ser cuidada con mayor esmero, no solo por ser capital de la República, sino también por atesorar y heredar el Patrimonio Mundial que contiene y por concentrar el conglomerado habitacional más grande del país, el cual muy mal se asienta entre desequilibrados bolsones de miseria que contrastan con otros de ostentaciones arrogantes y  potentados despilfarros.

La desprestigiante epidemia apunta su dedo acusador hacia el urbanicidio del abandono territorial, haciéndolo cómplice por desarrollar y sostener los escenarios degradados donde se han incubado los agentes patológicos que han desbalanceado la maltrecha economía de subsistencia (¿o sobrevivencia?) de los ya de por si desatendidos ciudadanos de cuarta y quinta categoría que "habitan" entre sobresaltos cotidianos y sin garantías de ninguna especie, no obstante ya coexistir en la segunda década del siglo XXI, con la despilfarradora sociedad dominicana, indiferente, indolente, prepotente y jactanciosa como nunca jamás nadie la pudo haber imaginado.

El cólera, estadísticamente, ya ha cobrado víctimas fatales en su tránsito de muerte entre la frontera y la capital dominicana -nadie dice lo que pudiera estar ocurriendo en las ciudades intermedias, sin prensa independiente y con mas carencias que la gran ciudad-. La enfermedad mantiene cientos de precarias camas hospitalarias en ocupación permanente y se ha diseminado por más de 20 barriadas depauperadas de Santo Domingo, por lo que se presenta como una muestra palpable que desnuda y etiqueta la burlona manera de actuar de los irresponsables estatales y municipales, improvisando, lentos y medalaganarios, medidas de curetajes que ahora urgen porque nunca jamás pudieron ofrecer prevenciones algunas, no obstante conocer la realidad nacional en sus recorridos proselitistas de cada cuatro y seis años.

El contraste es dramático. Enfundados (por lo regular) en sus costosos trajes europeos o tocados de finas camisas de costosas telas, se trasladan imperturbables en helicópteros, para no perder tiempo entre chusmas entaponadas, y encuentran ratos libres para descorchar espumantes y libar finas mezclas de tierras altas escocesas, a la par que degustan cárnicas suculencias importadas, en inaccesibles restaurantes donde solo van narcotraficantes y connotados lavadores, haciendo caso omiso a los llamados de austeridad que cada cierto tiempo, cuando se acuerda, les hace el presidente de la República (quien tampoco se da por aludido ante su propio discurso).

Hoy tenemos el cólera danzando entre las pestilencias acumuladas en las cañadas, señoreando entre las pútridas basuras. Incubando entre las frágiles necesidades de las mayorías. Mañana tendremos a esas mayorías encolerizadas, tomando las plazas (como ahora se estila), siendo víctimas de los atropellos represivos de los cuerpos especializados en abollar ideologías, pero esta vez, arremetiendo contra una realidad que les golpea a ellos mismos, sus represores, porque ellos también vienen del estercolero, aunque no sus superiores, por supuesto…