Una exploración a los contenidos mediáticos referidos al sistema de salud de la República Dominicana provoca la rara sensación de que la perfección está encunada en las clínicas privadas, y el caos irremediable en los públicos.

Las abrumadoras quejas de pacientes y familiares que portan tarjetas de ARS privadas y acceden a tales servicios, tumban ese efecto. Allí hay macos y cacatas, y grandes. Solo que apenas se visibilizan.

El estado de indefensión de las víctimas y sus parientes es, sin embargo, astral. Casi siempre solo les queda el camino hacia sus casas, o desahogar su impotencia en las redes sociales. 

El profesor de Comunicación y Educación de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, César Amado Martínez, ha escrito en su muro de Facebook:

“…El sábado 14 de diciembre, a la una de la tarde, me tocó llevar a una pariente a esa emergencia (Plaza de la Salud), de donde, pasadas las tres horas, tuvimos que marcharnos sin ser atendidos, a buscar atenciones en otro centro de salud. Que la paciente presentara un fuerte dolor epigástrico, con vómitos, desvanecimiento y temblores, no fue suficiente para que la persona a cargo de la recepción de los pacientes, considerara ese cuadro como una emergencia. Antes de nosotros partir, lo habían hecho otras familias…”

“Se comentó en sala de espera que pasar de ahí tampoco garantiza una atención de emergencia, ya que al paciente –según dicen- lo dejan tendido en una camilla, sin tiempo. La Plaza de Salud es del pueblo dominicano (este año recibe RD$317.4 MM de subsidio), y si amerita una mayor fiscalización del Gobierno, que se fiscalice. Hay que sacar de intensivo la emergencia del Hospital General Plaza de la Salud”.

PRESA DE LA IMPOTENCIA

Fui testigo de una escena más triste que la sufrida por el profesor Martínez. Era lunes, 21 de octubre, cerca de la una de la tarde. Una llama llamada me estremeció.

Me informaban que mi hermano Leonardo había sido llevado de emergencia al Policlínico Nacional, en Santo Domingo Este, tras sufrir fuerte dolor en el pecho y desvanecimiento mientras daba seguimiento a labores de mantenimiento en una vivienda adquirida por su familia. Pensé lo peor.

Salí seguido en mi vehículo. Tomé las veredas posibles para evadir el caótico tránsito de la Mella, hasta llegar a la Guayubín Olivo.

Al llegar, en un apartado de 3 x 2 metros, separado por cortinas verdes, sobre una camilla, estaba él, consciente, con la mano derecha sobre el pecho y el suero en antebrazo izquierdo. Aún vestía ropa rutinaria y rastros de sudor por el trabajo en casa. Se quejaba levemente, sentía la mano izquierda acalambrada.

Una joven doctora iba y regresaba. Sola. Se esforzaba en comunicar la evolución del caso a tres dolientes preocupados que se apersonaron al área. Quizá porque no era un paciente perfumado con apellido sonoro,  no se arremolinó un montón de médicos y enfermeras, peleándose por atenderle. Estaba él allí, como si su dolencia fuese sencilla, como si fuese una herida leve para suturar. 

El electrocardiograma revelaba infarto, bloqueo de arterias. Según la profesional, se requería una intervención urgente y era necesario el traslado. Los minutos, cruciales en estos casos, pasaban. El papeleo para liberar al paciente grave se percibía interminable. El apuro no estaba en agenda de los empleados. Imposible marcharse sin pagar el electro, el suero, la emergencia y los honorarios. La vida de un ser humano parecía que valía menos que esas menudencias.

Media hora. Una hora. Dos horas. Tres… Dicen que no tienen ambulancia disponible. Cero diligencia para el traslado. En medio de la desesperación, se me ocurre molestar a Chanel Mateo Rosa, director ejecutivo del Servicio Nacional de Salud, para que me auxilie con una ambulancia de algún hospital público.

Me devolvió la llamada para decirme que la gestionaba, aunque adelantó que estaban en uso en ese momento. Volvió a hacerlo, pero ya mi hermano iba camino a Cedimat en una unidad privada que el sobrino Juan Eduardo, presente en el lugar, había gestionado luego de contactar a su hermana, doctora Jeannette Taveras, quien –a su vez- había acordado con el especialista que le recibiría. Especialista que siempre insistió a la doctora por un despacho sin demora, incluso con simples copias de los estudios preliminares. El tiempo era determinante.

Una hora de camino. Al llegar, el facultativo que esperaba, preguntó: ¿Por qué tardaron tanto? Él sabía que el pronóstico tenía en la tardanza el peor enemigo. El seguimiento a la evolución del infartado, le darían la razón. Se lo arrebataron a la muerte; mas, quedaron secuelas profundas evitables cuando la negligencia no es norma.

Como los dos hechos señalados, ocurren decenas en clínicas privadas desparramadas por los cuatro costados de este país, que –al 2016- ya eran 3,599, 1,492 entre grandes y medianas.

Nadie sabe la cantidad de muertes a causa de enfermedades nosocomiales; es decir, las adquiridas en los centros y, por tanto, son culpa de ellos. Tampoco de los pacientes que sobreviven, pero quedan con secuelas y, pese a ello, deben pagar altísimas facturas por honorarios, habitaciones y medicamentos de tercera generación. Y los parientes se conforman con otras historias, aquellas que atribuyen los decesos a pedidos del Señor que los médicos de la tierra no pueden rechazar.

Nadie sabe tampoco cuántas personas mueren por negligencia o malas prácticas médicas. A nadie le interesa, al parecer, las amarguras sufridas en las emergencias de clínicas privadas donde usted es un ser humano si lleva en la frente una tarjeta de crédito internacional. O si luce una figura de ricachón.

Las clínicas privadas son intocables, salvo algunas que caen en desgracia y pagan solas por el desorden del sistema.