“Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”- Georg C. Lichtenberg, científico y escritor alemán.
En ocasión de una ofrenda floral a los padres de nuestra identidad nacional, el ministro Isa Conde hizo unos planteamientos que penetraron profundamente en la conciencia de muchos ciudadanos. Decía que el imperio del clientelismo político puede desencadenar una crisis de consecuencias muy serias en el desempeño económico y la seguridad de las personas.
Es una práctica muy arraigada entre los altos funcionarios de nuestros gobiernos ocultar los problemas reales, maquillarlos o simplemente franquearlos, pensando que con ello contribuyen a mantener sus cargos y el reconocimiento de la autoridad ejecutiva, a la que deben obediencia y rendición de cuentas. También porque exponerlos, con las soluciones que objetivamente demandan, puede afectar su carrera pública o segarla si apenas comienza.
Por esta razón, cuando oímos a un ministro decir que el clientelismo y la inobservancia o instrumentalización de las normas definen una realidad que puede motorizar una crisis de gobernabilidad o situaciones de inestabilidad política y económica, no podemos menos que sentir un cierto quebradizo retorno de la esperanza.
La realidad es que cuando el clientelismo se adueña de los principales resortes de la democracia, manteniendo modelos organizativos y comportamientos generalizados que favorecen la corrupción, la impunidad, la manipulación grosera de la normatividad y los malos ejemplos, parecería que los peores enemigos de la sociedad no son la inseguridad y la falta de empleos y de expectativas de los ciudadanos, sino los gobiernos, las llamadas partidocracias y las insaciables y cada vez más ricas oligarquías económicas.
El clientelismo es una forma de organización social, más exactamente, una superestructura de los sistemas democráticos que opera diligentemente detrás de las fachadas de los discursos grandilocuentes sobre el bienestar, los grandes negocios del Estado, el mercado de las funciones públicas y los programas de beneficencia social.
Es un fenómeno global que curiosamente une a muchos países. En unos se presenta bajo expresiones descarnadas e irritantes; en otros de las maneras más “civilizadas” y sutiles. En unos se guardan las apariencias, mientras que en otros las apariencias son una demostración grosera de fuerza, poder y arrogancia.
Por ello, sus manifestaciones, como las de la corrupción -uno de sus elementos cruciales por necesidad-, no son iguales en todos los países, aunque bien podría decirse que sí son equivalentes en el sentido de un sistema complejo de intermediación fundado en dinámicas y estrategias truculentas con las empresas, las instituciones y la ciudadanía. Visto desde una perspectiva economicista, el clientelismo es un intercambio de recursos o simplemente el mercado de las mercaderías políticas.
Estudiar y entender el clientelismo desde los tiempos de la dictadura hasta nuestros días, es penetrar en los mecanismos ocultos de ejercicio de la política, en las enormes grietas de la representatividad democrática, en las razones ocultas de la competencia por el poder y en los más exitosos ejemplos de los procesos de acumulación originaria de las grandes fortunas.
También en las causas que explican la persistencia y recrudecimiento de la pobreza, marginalidad, sobrecostos de la economía, administraciones costosas y otros problemas estructurales. En gran medida, el esfuerzo también revelaría por qué sistemas capitalistas como el dominicano, que cuentan con importantes ventajas comparativas y no despreciable potencial competitivo, sean, al decir de William I. Robinson, profundamente antidemocráticos.
Siendo así, el clientelismo es el principal culpable de que aquel fundamental precepto constitucional según el cual el pueblo ejerce todos los poderes del Estado a través de sus representantes o en forma directa, sea uno de los más irritantes sofismas de las democracias modernas. En realidad, ¿qué capacidad tienen los ciudadanos de hacer valer en su beneficio los poderes del Estado a través de sus representantes?
Nos estamos convirtiendo en un grupo de campesinos que depende absolutamente de los latifundistas. Como nos vamos quedando sin capital social, sin los recursos con que contamos en función de nuestras relaciones personales, no nos queda más remedio que buscar afanosamente atajos, como la protección irrestricta de algún funcionario, la afiliación y el activismo en un partido político, o las bondades que pudieran descubrirse en las relaciones de parentesco, entre muchos otros.
Debemos saltarnos las barreras sociales de algún modo y el clientelismo nos ofrece una ventana de oportunidades, muchas veces las únicas. El clientelismo ahoga los verdaderos talentos y eleva al rango de héroes nacionales a los mediocres e ignorantes de la estirpe más vergonzosa. En nuestras sociedades, los “enchufes” parecen ser la tabla de salvación para millones de almas en pena.