Es muy cierto aquello de que los momentos de crisis son también momentos de oportunidad. Las crisis nos desnudan al hacer evidente lo que hacemos mal o lo que podemos mejorar. Pero por sobre todas las cosas nos obligan a reconocer que existe un problema, nos enfrentan con la verdad y nos retan a evolucionar.

Una tal crisis fue Watergate, posiblemente el escándalo político estadounidense más importante de todo el siglo XX. El 17 de junio de 1972, cinco hombres fueron detenidos por infiltrar las oficinas del partido Demócrata. El hecho destapó una olla de presión al ventilar lo que todos sabían. Salieron a la luz las prácticas de espionaje, el uso de las agencias estatales para la neutralización de la oposición y los nombres de todas las manos y cerebros implicados en dichos ilícitos.

Y muchos dirán, “eso no es nada. En República Dominicana pasa todos los días.” Sí. Precisamente ése es el problema: que suceda todos los días y que no pase nada. Lo que debiera ocasionar una crisis se ha vuelto habitual. Hemos aprendido a tolerar lo mal hecho, a conformarnos con la mediocridad y la ilegalidad. El desorden se ha vuelto orden. Sí, todo eso es cierto, pero no lo justifica. Y por eso debemos tomar cartas en el asunto.

¿Y qué tuvo de especial Watergate? ¿Que desencadenó una investigación judicial de toda la administración presidencial? ¿Que decenas de altos funcionarios fueron enviados a prisión? ¿Que resultó destituido el propio presidente Nixon? ¿Que contó con la confesión de John W. Dean, quien fuera el consejero jurídico del presidente? Sí, en parte. Pero, como si todo eso fuera poco, quiero llamar la atención a cambios especialmente trascendentes: el cambio en el ejercicio y la enseñanza del derecho en los Estados Unidos, la revolución que significó Watergate para el gremio de abogados.

La agencia acreditadora de las escuelas estadounidenses de derecho, el American Bar Association (ABA), comenzó a exigir a las escuelas de derecho la enseñanza de la ética. “Ya no sería una electiva de un crédito,” tal y como reflexionaba el propio Dean sobre su formación legal en una entrevista ofrecida a la revista del ABA (Hansen, 2015). La ética pasó a ser desde entonces un elemento fundacional, obligatorio, de primer orden.

Se actualizó el Código de Ética y con él, la modificación de muchas regulaciones federales y estatales.

A los exámenes estatales requeridos para el ejercicio del derecho – generalmente dos días completos, 16 horas de examinación, 200 preguntas de selección múltiple, 5 ensayos y el análisis de un caso hipotético – se integró la responsabilidad profesional como materia de examen. Adicionalmente, el National Conference of Bar Examiners desarrolló un nuevo examen (de 2.5 horas y 60 preguntas) dedicado a la regulación ética de la profesión en el ámbito federal.

Ahora todos los estados requieren que los abogados tomen cursos de actualización profesional, muchos relativos a ¿adivinan?… ética profesional. ¡Todo cambió!

¿Por qué tanto afanar con la abogacía? ¿Por qué no dedicar un artículo a los economistas, que mucho han tenido que ver con crisis o a los politólogos, a los administradores o los comunicadores? Sin duda todas las profesiones podrían aprender de ese escándalo y de tantos otros. Pero por algún lado debemos comenzar y no son poco importantes los abogados. Ya lo decía Weber (1921): la transformación a un Estado moderno, regido por reglas racionales es en gran medida obra de abogados. El abogado moderno y la democracia moderna pertenecen juntos.

Resulta que en Odebrecht, nuestra propia versión de Watergate, los dominicanos tenemos la oportunidad de cambio frente a nosotros. Odebrecht no es sólo el caso de sobornos a jefes de Estado y funcionarios para la obtención de contratos. No se limita a las sobrevaluaciones de obras. Es mucho más que eso. Representa todo lo que asociamos a la cultura de autoritarismo y corrupción que nos acompaña desde los inicios de nuestra vida republicana.

Entonces caben varias preguntas. ¿Dónde estaban los abogados del Estado dominicano en medio de las negociaciones con Odebrecht que nunca se percataron del “favoritismo” para con la empresa brasileña? Pero más importante aun, ¿dónde están los abogados dominicanos en general? Hoy, Danilo Medina, el mismo presidente ilegítimo que compró legisladores en el 2015 para empujar una reforma constitucional, manda señales de que busca nueva vez atropellar la Constitución. ¿No les parece extraño que, en Odebrecht, como en Watergate, tantos abogados se mantengan silentes frente a la bestialidad que supone violentar el orden jurídico en la República Dominicana? Tenemos que cambiar.

Debemos atender el fondo y no la forma. El problema es esta reforma constitucional, pero también lo son todas las otras. La oposición no debe provenir de la afiliación partidaria, sino, del respeto a la constitución y el deseo de ver hecho realidad eso que hoy no es más que tinta sobre papel: el Estado de Derecho.

El Colegio de Abogados (CARD) tiene que cambiar. Mediante una nueva ley promulgada por el Poder Ejecutivo, el gremio profesional que debería procurar la mejora de la justicia, la encarece y la obstaculiza. De ese tema se ocupa la abogada Marisol Vicens en un excelente artículo recién publicado: “Evitemos ese absurdo” (https://acento.com.do/2019/opinion/8645035-evitemos-ese-absurdo/). En lugar de preocuparse por aumentar la calidad de nuestros abogados tanto en su formación académica y destrezas prácticas como en la responsabilidad ética de sus funciones, al Colegio de Abogados simplemente le interesa aumentar sus ingresos como si de un peaje se tratara el ejercicio de una profesión que fundamenta nuestra vida en sociedad.

El Código de Ética, que data del 1983, también tiene que actualizarse.

Las escuelas de derecho tienen que repensarse. Los cambios no deben ser accesorios. Incluir o no un inglés jurídico en el currículo, por poner un ejemplo, deja el problema intacto. Es irrelevante el inglés jurídico universitario si un abogado dominicano no está a la altura de sus pares en otras jurisdicciones tanto en su formación como en la ética de su ejercicio.

La profesión debe cambiar pues muchos de los mismos profesionales del derecho que asesoran al presidente de la Republica en esta aventura dictatorial son los que imparten docencia en las universidades y ocupan posiciones en las altas cortes.

Y sigo preguntando, ¿dónde están nuestros abogados? Según un informe de estadísticas del Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología, la matrícula universitaria de las ciencias jurídicas crecía de 35,683 estudiantes en el 2013 a 37,776 en el 2015. Ese es el ejército de abogados que necesitamos. Hoy, por lo menos 40,000 abogados deberían levantar sus voces en oposición a la barbarie que significaría permitir una tercera reforma constitucional en menos de diez años y que no tiene como propósito mejorar la calidad de vida del pueblo dominicano.

Sonará cliché, pero en medio de la crisis siempre aparece la oportunidad.