“Volví a encontrar el estrecho     círculo de las mujeres, su  duro sentido práctico, su cielo que se vuelve gris desde que el   amor deja de iluminarlo” (Marguerite  Yourcenar)

 

Desalmada, pero armada con una enorme llama de odio interior, Laura Frías solo espera estar en presencia del hombre para arrancarle de cuajo la existencia, para cobrarle la humillación de haberla metamorfoseado en esa máscara de horror físico y sed de venganza.

Cuando Laura se matrimonió con el doctor Euclides Molina apenas contaba dieciséis años de edad. A sus atributos de belleza y juventud se sumó una nutrida dote  paterna, lo que no impidió que el marido le fuera descarada y permanentemente infiel. En plena luna de miel ella tuvo que despedir a la sirvienta, una “negrita ordinaria” a la que encontró en pleno ayuntamiento carnal con Molina en su recién estrenado lecho matrimonial, lo que provocó que ella, en vez de abandonar al joven y fogoso marido, y pensando que él prefería a las morenas, hiciera intento de practicarse una cirugía cutánea con el propósito de oscurecerse la piel. El doctor José Bencosme, el mejor cirujano plástico de todo el país, la disuadió de su intención, explicándole lo peligroso de dicha intervención y lo difícil que era lograr un resultado  satisfactorio en casos como aquel.

Ahora Laura Frías, con su funesta decisión acuestas, recuerda la lejana humillación. Recuerda que perdonó al marido con absoluta sinceridad y que además le pidió excusas por “mis celos absurdos y mis visiones alucinantes”. Pero él continuó firme con sus infidencias y con el teatrillo de sus celos ante cualquier hombre que se acercara a ella, al menos que no fuera el padre de ella o uno de sus hermanos.

Y ella no quería algo así, pero después de una larga batalla entre su voluntad y el imperativo de su alma, ésta impuso sus condiciones, por lo que la mujer se propuso ejecutar al marido una vez éste llegara a la casa

Y así él, con su jueguito sucio, y ella con su autoengaño y su incapacidad de retirarle su amor, arribaron a treinta años de un infierno compartido, en el que solo los dos hijos constituían la única alegría de la mujer. Sí, ella, con sus antiguos atributos a ras de tierra, y él, vigoroso, atlético, cargado de éxitos profesionales y disfrutando su erotomanía incontrolable en compañía de muchachas que podían ser sus nietas. Ella lo sabía, pero no podía desprendérselo del ser, como si en el mundo no hubiera otro hombre digno de sus infelices arrebatos de hembra masoquista. No, no podía dejar de moverse fuera del ámbito de su autoinculpación, de torturarse con el pensamiento de que la mala soy yo, sí, yo que no he sabido suplir sus legítimos merecimientos. Laura no podía dejar de sentirse la más desdichada de todas las mujeres, pero tampoco podía despreciarlo, ni  tenía el valor de   abandonarlo o de precipitarse en brazos de otro hombre con el que hubiera podido recuperar gran parte de su tiempo perdido en compañía de aquella bestia inmoral y egoísta.

Ella, que en los esplendores de su belleza y juventud no había podido retener la exclusiva virilidad del hombre, recientemente había iniciado un amplio periplo de intervenciones plásticas  en todo su cuerpo, buscando ser la diosa en el reinado de las urgencias sexuales del doctor  Molina. Así que a sus cuarentaiséis años se recogió los pechos y se levantó los glúteos, se hizo una liposucción de hombros, caderas y cintura, se chapeó del vientre una grasita que le robaba con frecuencia el sueño. Empezó a vestir como jovencita y a exponer su barriguita reformada al morbo y a la curiosidad de hombres verticales y de no pocas lesbianas de variadas edades. El doctor  Molina no tardó en prohibirle rotundamente que vistiera de aquella manera, que te pongas en tu lugar, que miras el ejemplo que le pones a tu hija, que si no te da vergüenza con mis amigos, o si no te has dado cuenta que ya no tienes dieciséis años como cuando nos casamos.

Aunque apenada porque él le había restallado en pleno rostro que su juventud se había precipitado por el despeñadero del tiempo, también sintió, como tantas veces, que sus celos y reproches eran la viva expresión de que aún la quería, y eso para ella era mucho más importante que el largo prontuario de deslealtades del hombre. Como siempre, él continuaba con sus mentiras habituales, con su cinismo y sus simulaciones.

A pesar de que después de las operaciones se la veía notablemente refrescante, que hasta hombres muy jóvenes la desvestían con sus miradas lujuriosas, Laura seguía siendo el último refugio carnal de su marido. Y pensar que a pesar de los maltratos de Molina, nunca había podido ofrendar su sexo insatisfecho a otro hombre, a otro cuerpo al que hubiera podido disfrutar con la plenitud de saberlo únicamente suyo. Sí, ahora piensa en esto, mientras espera al hombre, desaliñada y armada con la sola elocuencia de su frustración. Piensa en los tantos libros de recetas gastronómicas que leyó y en los muchos cursos de cocina que hizo de manera involuntaria tan solo para intentar complacer el exigente paladar de su consorte, intentando retenerlo por medio del soborno culinario. Piensa en las tantas novelitas rosas que devoró a partir del día en que él le reprochó su tosquedad y su incultura. Tampoco olvida sus excesivos gastos en ropas muy finas, especialmente en piezas interiores muy sugerentes, adquiridas por especializados catálogos, o en las tiendas más exclusivas del país o del extranjero. Cómo olvidar sus lecturas permanentes de los salmos bíblicos, procurando que su Dios la ayudara a conquistar el exclusivo amor del esposo y mantener su matrimonio. No, no puede olvidar que ante la inutilidad de aquellos medios tuvo que recurrir a las recomendaciones de hombres y mujeres del submundo de la magia y la hechicería, sin lograr ningún resultado contra su dolencia. Recuerda las tantas palabras “domingueras” que tuvo que embotellarse del Pequeño Larousse, solo para impresionarlo, para que él viera que ella era mucho más que un cuerpo con apetitos y necesidades elementales. Pero de nada sirvieron sus empeños, que incluyeron la vaginoplastía que indudablemente había compactado y endulzado sus genitales.

Sus desequilibrios y frustraciones colmaron el recipiente de su desesperación, al tiempo que su amor se multiplicaba como ciertas células malignas. Entonces, oponiéndose a los consejos de familiares y amigos, Laura Frías tomó una decisión radical: le pidió al doctor Bencosme que le interviniera el corazón y le extirpara el área donde  suponía se alojaba su amor enfermizo. Ella se enojó ásperamente con su médico porque luego de la operación sintió que amaba mucho más al marido. Pero como en todo el ámbito de la república no había un médico con la competencia de José Bencosme en su especialidad, la mujer de nuevo recurrió a éste, quien le había dicho que mediante estudios minuciosos había concluido que el mal residía en el cerebro. Así que ella permitió que de inmediato le trepanaran el referido órgano, pero parece que allí tampoco residía el quiste maligno. Fue entonces cuando el  doctor Bencosme proclamó con entusiasmo científico que la referida patología residía única y exclusivamente en el alma de Laura. Y ella le dijo que esperaba fuese así porque de lo contrario acabaría con el alma del reputado cirujano.

Una vez concluida la nueva intervención, ella sintió que efectivamente le habían extirpado de raíz la enfermedad. Sin embargo, tal vez por imprevisión médica, un enorme sentimiento de odio y un poderoso instinto criminal invadieron por completo las demás zonas del alma de la mujer. Y ella no quería algo así, pero después de una larga batalla entre su voluntad y el imperativo de su alma, ésta impuso sus condiciones, por lo que la mujer se propuso ejecutar al marido una vez éste llegara a la casa, pero cuando el doctor  Molina hizo acto de presencia, Laura Frías empezó a sentir que sobre el volcán de su odio y su decisión vindicativa se iba volcando un río de agua fría, y abrazó al marido, y empezó a llorar y a pedirle perdón, y le dijo que lo quería y lo querría hasta más allá de la extinción de sus huesos, al tiempo que en la zona más funesta de su alma se alojaba la inquebrantable decisión de terminar con la existencia del incompetente del doctor José Bencosme.