La pandemia que padecemos como especie no es la primera en nuestra historia desde que surgimos hace un cuarto de millón de años. Lo que nos ha permitido construir formas organizadas de sociedades, a partir del neolítico, es el mismo factor que favorece la difusión de enfermedades como el coronavirus: la concentración de centenares, miles y ahora millones de hombres y mujeres viviendo juntos en espacios reducidos. Si manteniendo el modelo de pequeñas bandas de cazadores y recolectores comprometía nuestra sobrevivencia, el otro extremo, megalópolis atestadas de gente nos conduce también a nuestra extinción como especie. Se le suma a este fenómeno el incremento de la celeridad en la movilidad de grandes contingentes de personas por todo el globo terráqueo gracias a la tecnología. Y dichos movimientos masivos, fuera por negocios, turismo o migración, impiden controles básicos en temas de salud, aunque sí en temas de tráfico de armas, drogas y productos controlados, pero ni siquiera en esas cuestiones se nota la eficiencia pretendida. Es un hecho que tendemos a poblar excesivamente el planeta y nos movemos masivamente por él rápidamente gracias a la tecnología de transporte. Un escenario así es ideal para un virus como el que enfrentamos y los que vendrán. Hacinamiento y movimiento son los factores ideales para cualquier pandemia.
La inversión en investigación científica lleva varios años cercenada en la mayor parte de los países líderes en patentes y publicaciones académicas. Hoy se paga caro el falso ahorro, ya que estos problemas únicamente se pueden enfrentar mediante el trabajo de los científicos. Sin soluciones expeditas provenientes de los laboratorios de investigación, porque la ciencia demanda tiempo e inversión, nos encontramos con una oleada absurda de apelaciones religiosas para que las deidades nos protejan de semejante enemigo invisible. El mismo modelo se repite una y otra vez en la historia. Una sana y racional religiosidad debe motivar a que tengamos confianza en un Dios amoroso que nos cuida, pero a la vez debe demandar la responsabilidad de todos los seres humanos en la manera en que gestionamos nuestra vida social, nuestro deber de ser cocreadores mediante la ciencia y la tecnología y crear un mundo más justo y armónico con la naturaleza. Francisco lo ha expresado muy claramente en Laudato Si. Una religiosidad de chiquillos espantados que se les arrea a demandar a fuerzas superiores que los salve de enfermedades, problemas económicos o el control sobre otros, no es sano y nada cristiano. Es magia, lo contrario del mensaje del Nazareno.
Nuestro escaso desarrollo científico como sociedad -muy por debajo de lo que podríamos hacer por falta de inversión pública y privada- nos coloca en un serio problema de dependencia de aquellos países que si pueden en plazos de algunos meses lograr una cura para esta pandemia o técnicas terapéuticas que disminuya la letalidad del virus. Semejante situación nos debe llevar, como República Dominicana, a invertir más en el desarrollo de ciencia básica y aplicada, tanto para la creación e incremento de la productividad en la generación de la riqueza, como para el cuidado y preservación del medio ambiente y por supuesto garantizar la salud de toda la población frente a los retos que enfrentamos.
La educación en la racionalidad basada en la información científica y documentada, el cultivo del escepticismo como puerta a la confirmación objetiva de las ideas y problemas que enfrentamos, y en general todo lo que llamamos pensamiento crítico en las ciencias naturales y sociales, es una tarea urgente que demanda la educación dominicana en todos sus niveles y modalidades. En estos días, obligados a ver televisión criolla, descubrimos la notoriedad de payasos que ofertan números de la lotería o predicadores que solicitan diezmos para que la enfermedad no afecte a los donantes, sin olvidar los muchos disparates que dicen la mayor parte de los periodistas o comunicadores que hablan a partir de sus ignorancias, prejuicios y miedos. De esta crisis debemos sacar un serio compromiso para impulsar la investigación científica y mejorar la calidad educativa de todos los dominicanos y dominicanas, especialmente los más jóvenes.
Otro aspecto que nos coloca en riesgo, al país y el mundo, es la descomposición de los valores democráticos que coloca a las sociedades en manos de liderazgos incapaces de afrontar problemas como esta pandemia. Estados Unidos, Nicaragua, México y Brasil son muestras en nuestro continente de la ignorancia de sus líderes para afrontar un problema como el covid-19. Como parte de ese deterioro de la democracia se devela que la corrupción pública -y también la privada- ha enajenado inmensos recursos que hoy son necesarios para ofertar servicios de salud y acceso a comida para los sectores más vulnerables en esta crisis. Basta pensar las fortunas que se han robado varios dirigentes políticos -conocidos por todos gracias a la labor de periodistas de gran valor profesional- y que servirían para construir hospitales, equiparlos y llevarles una compra básica a todas las familias dominicanas que no tienen recursos para alimentarse.
Amartya Sen, famoso premio noble, afirmaba con datos que donde hay democracias no hay hambrunas, ya que los mecanismo democráticos sirven para cambiar y orientar liderazgos que eviten llegar a esos extremos. Semejantes argumentos pueden aplicarse a enfrentar cuestiones como las pandemias, no para evitar su surgimiento, pero sí su solución de una manera rápida y eficiente. Si esta pandemia ha ganado en extensión e impacto tan rápido es precisamente porque se ha debilitado o está ausente la democracia en su plenitud, comenzando por el caso chino y el caso norteamericano. Llamo la atención como en las sociedades del norte de Europa y la misma Alemania han gestionado la contaminación con mayor flexibilidad y eficacia, sus números de fallecidos así lo demuestran.
En nuestra sociedad el debilitamiento de la democracia durante esta década que concluye nos encontró muy débiles para enfrentar este reto de la pandemia, ya lo había comentado antes, la falta de moral del presente gobierno en liderear este proceso por todas las maniobras que ha ejecutado para quedarse en el poder sin respetar la voluntad popular, nos expone gravemente a una mortandad superior a las estadísticas promedios en el mundo. El proceso electoral que comenzó en octubre del año pasado y que ha estado plagado de corrupción y violaciones a los procesos democráticos debilita un compromiso de las mayorías de la oposición con el gobierno porque éste no ha demostrado ser confiable.
El debilitamiento de la ciencia y la democracia, a escala mundial y local, es la causa del impacto tan terrible que está teniendo esta epidemia. Se paga con vidas humanas la ausencia de racionalidad y diálogo entre nosotros. Un ejemplo criollo que demuestra la gravedad de la ausencia de la ciencia y la democracia en la construcción de proyectos sociales de gran relevancia es el caso de Punta Catalina. A nivel científico se demostró hasta el hartazgo que el uso del carbón iba en contra de todos los resultados científicos sobre el cuidado del medio ambiente y la salud de la población. Y a nivel político se montó todo un modelo corrupto de gestión de su construcción que ha ido soltando chorros de pus en funcionarios beneficiarios pero no juzgados, una alianza con Odebrecht que contrario con el resto del mundo nosotros le seguimos pagando -aprovechando la distracción electoral- y su costo sigue creciendo muy por encima de todos los casos semejantes en el mundo. La falta de criterios científicos, el menosprecio por tomar decisiones democráticas y el estímulo a la corrupción se sintetizan en ese proyecto de generador eléctrico que nos provocará graves daños como sociedad en la siguiente década.