Vivo en la esquina más Este de la isla los atardeceres reposan a las espaldas de los trayectos que se realizan al fin del día. Hay algo único, distinto, en descubrir un atardecer a través del espejo retrovisor. Cuando sucede lo tomo como un mensaje justo, preciso, que la vida debía enviarme. Conduzco siempre, como todos lo harían, preocupada por la carretera (tirana de asfalto). No quiero perderla de vista ni un segundo, porque está llena de obstáculos a librar. Conduzco mirando hacia el futuro, hacia el objetivo inminente de llegar y no quedar tatuada en ella.

Pero de repente, en la hora precisa, un reflejo naranja empieza a rondar el ambiente o un rosa sutil untado de las nubes que conforman los cielos más espectaculares de la isla.

Mirar el espejo retrovisor es una acción común al conducir, haberlo visto tantas veces y ahora sorprenderte debido a una explosión de luz. Un contraste escalofriante de naranjas intensos y el azul difuminado.

El último atardecer que me visitó desde el espejo parecía un incendio. Un amigo dijo que parecía un incendio bañándose en el mar o en el horizonte, creo muy acertada su imagen. Me quedé sin aliento por unos segundos al descubrirlo, como suele suceder cuando hacemos uso de esa capacidad de sorpresa que duerme en nuestro niño interior.

Mis cielos, lo que se posan sobre mi casa y los que adorna la carretera que me llevan a ella son increíbles, son una canción silente que me acompaña en el trayecto largo o en la corta distancia que recorro hasta la oficina. Si acaso los olvido en algún momento, ellos saben cómo recordarme su compañía.

#cielosincreibles