"No es la casa lo que me trae hasta aquí, sino podar las plantas que la cubren", me decía Tony subiendo las montañas en mi carro.
25 años atrás, Tony se enamoró de ese pedazo de tierra frente al río, lleno de sol y de estrellas gigantes. Nadie cuidaba la casa, ni siquiera tenía cerradura. Pasaban los años y todo estaba intacto, las abejas eran las dueñas del lugar. Lo único que podría interesarle a alguien era el minitanque de gas de la estufa. "Ya se lo llevaron", me dijo un día, “Ahora me haré el café con cuaba”, y comprábamos cada vez las maderitas de camino. Hacer el café entonces llevaba tanto tiempo, que las conversaciones iban al ritmo de cuántas veces la greca de café se volteaba en la destartalada parrilla. Eso sí, los lugareños no podían ni imaginarse que dentro de la casa colgaba un grabado de su amiga Lucía Maya, que podía costar miles de dólares.
En pocos meses ya la casa estaba debajo de las plantas, hacía falta franquear la entrada con un machete. Tony verificaba cuáles flores nuevas cubrían el techo, y me las enseñaba con su cara roja de orgullo.
En su último cumpleaños, era junio, lo llamé muchas veces. Luego me dijo que se había ido solo a Manabao, porque en el silencio no tenía que recordar ni esperar nada. Cumplía 62, y se nos fue ese diciembre. Tony Capellán, uno de los mejores artistas dominicanos, no dejó su arte, sino su memoria. Él es su arte. Y es esa energía intangible la que nos atravesó a todos por el corazón. Él nos hizo mejores, porque nos quitaba las capas y capas de autoengaño que hacen desaparecer y morirnos. Tony era un cavador de capas. Con su fino machete, igual que podaba las ramas de su casa, también podaba a quienes lo queríamos tanto. Lenta e insistentemente, dulces punzones al corazón para dejarlo salir.
Los domingos, oliendo el mar del malecón, me decía: “Marta, lo único importante es la construcción del deseo”. Solo el deseo, para levantarnos por la mañana, el deseo por cualquier cosa. El malecón era su callado terapeuta, en sus caminatas decía que todo tomaba un justo lugar, y dejaba de ahogarse en lo que le martillaba diariamente de dolor. Había elegido la pobreza, nunca conocí a nadie que me mostrara la pobreza como una firme decisión; y nunca vi la pobreza tan atractiva, sentada mirando su deteriorada cocina sin azulejos y preguntándome como una niña dónde era que estaba entonces lo que importaba en la vida.
Tony dormía mirando el cielo. En un Santo Domingo cerca de la inmigración haitiana detrás del Mercado Modelo, con el sonido de la sirena de la estación de bomberos a las seis de la tarde, Tony dormía mirando el mar. Había construido, igual que en Manabao, un andamiaje hacia arriba. Nadie subía allí, su última habitación, y me sentía privilegiada. Le había regalado para su cama unas maderas que ya no usaba, y mientras el andamiaje estaba subiendo, yo me sentaba en los palos, para verificar que sí llegaban al mar. Desde allá, el humo terrible de los camiones no podía llegar.
En Manabao, un colchón viejo en el balcón, el área más cerca del río que podría alguien tener por ahí. Y un mosquitero. Las inmensas estrellas de ese cielo lo dejaban dormir.
Cuando moriste, Tony, nos regalaste vida. En esos días sentía que contigo tenía un bastón. Al irte, me lo quitaste. Y me hiciste ver, con mucha más fuerza que nunca, que el bastón era yo.