Busco un concepto referido a las nuevas clases medias, a esos sectores bienpudientes que en sus inicios eran los desfavorecidos, los de más bajo nivel adquisitivo, “los del montón salidos” del poema.
Las categorías marxistas ya no funcionan. Los estamentos de Max Weber tampoco encajan en nuestra media isla. Tal vez se podría hablar de sociedad líquida, pero no me moja la metáfora. Lo más cerca es lo más chocante y hasta finales del siglo XX denigrante: la chopería.
Si antes un chopo era un advenedizo, un ser extraño a la normalidad, una mosca en el plato, un concepto despreciativo con que nuestras “clases altas” miraban de reojo a todo aquél que se quisiera embarcar en las zonas VIPs y sacar de sus cajas los Mercedes y los Bentleys correspondientes, ahora los valores han cambiado.
En la sociedad dominicana las “clases altas” ya han dejado de serlo porque las clases medias ya le están reventando sus símbolos de estatus, sus zonas de representaciones.
La negrería ha infiltrado a los Báez, los Bonetti, los Cabral, los Vicini, los Corripio (en realidad no sé).
El momento de inflexión tal vez lo corporizó la figura de Sammy Sosa con dos acciones contradictorias en el momento más elevado de su fama: cuando la Pontificia Universidad Católica y Maestra le concedió un Doctorado Honoris Causa por la proeza de sus músculos, y cuando al mismo tiempo el Country Club rechazó su candidatura como miembro.
Nuestra “clases altas” ya no son blancas ni tienen la patente del “buen gusto” ni andan en zonas “exclusivas”. Peloteros, bachateros, bembowseros, comerciantes con éxitos, lavadores del narco, ladrones del erario público, emprendedores con ideas buenísimas, gente que ha sudado la gota gorda, extorsionadores, lobbystas, herederos, todos por igual acceden a un Chivas de 18 años, a unas merecidas vacaciones en Punta Cana. Se pueden colar con un clásico de golf junto a David Ortíz y Vin Diesel será tan común en esos espectros como el salami sobre el mangú dominguero.
La chopería ya no es dañina ni negativa. Todos somos chopos. Todos -los que se están tragando un cable excluídos- podríamos bajar un Cabernet Sauvignon luego de un sancocho, mostrar fotos esquiando en Aspen o abrazados a Juan Luis o a un Vicini como si fuera un hiper pana tuyo de long time.
La chopería ya no toma ron: los vinos argentinos o de la Rioja son los preferidos. Pueden vivir en apartamentos con estilos nitinescos o bizcocheriles o no importa, pero saben de la importancia de ocho buenos aires acondicionados. Te firman lo que sea con una pluma Mont Blanc, sacan un Zara adquirido en la Quinta Avenida y mientras se hurgan las muelas con algún palillo -tampoco se pueden olvidar las raíces-, te cuentan sobre algún museo de cera por donde pasaron, porque también hay que darse su chin de cultura.
Los chopos dominan los medios de comunicación, son los reyes del Congreso, nos lanzan mensajes de vida, de aliento, de esperanza.
Y tenemos la chopería fina: la que ahora se puede gastar mil dólares en una entrada para ver a J’Lo como quien no quiere las cosas. Sí, lo escribo bien: casi cincuenta mil pesos para demostrar clase, fineza, prosperidad, actualidad, seguramente un selfie con la pobre Jeniffer al fondo, con sus ricas nalgas y Alex seguramente tras bastidores, dejando de pensar por un par de minutos en el bloqueo hacia el Salón de la Fama, pero quién sabe.
Welcome y felicidades a nuestra chopería fina.
Lo están haciendo bastante fine.