Cuanto más leo sobre las ilegalidades de Punta Catalina, más seguro estoy de que el presidente no podrá escaparse de ese escándalo, quiéralo la comisión o la procuraduría. Ese contrato es un chicle pegajoso que no se lo puede quitar de encima.
El chicle es muy antiguo y, a pesar de haberse constituido en parte del estereotipo gringo, igual que las hamburguesas, el rock and roll y John Wayne, no se lo inventaron ellos. Quienes dieron con el producto fueron unos indígenas de México y América Central, deleitándose con el sabor dulce de la savia gomosa “tzictli” – de ahí su nombre – extraída del árbol regional Sapota. Curioso, yo tampoco lo sabía. Hoy, nada raro, la goma de mascar es acetato de polivinilo o xantano, aromatizado y saborizado al gusto del consumidor.
Se masca ininterrumpidamente, sacándole gusto y refrescando el paladar. Después de un rato, pierde sabor, quedándose en las húmedas mucosas bucales zarandeado a ritmo de mandíbula. Si es de los que hacen bombas, hacemos bombitas. Luego pierde el encanto y comienza a molestar. Es a partir de ese insípido final cuando pueden presentarse engorrosas complicaciones.
Nadie se lo traga; de pequeños, oímos decir que si lo hacíamos podía pegarse en las tripas y matarnos. Siempre queremos botarlo lejos, ya que donde menos se supone, va y se pega: embarra dedos, cabellos, camisa, pantalón, y el vidrio del automóvil. Se agarra de alfombras y de cualquier asiento. El trocito de polivilino es capaz de rebelarse contra cualquiera.
A pesar de esa rebeldía, no es difícil tirarlo fuera de nuestro alcance. Pero no desaparece: se queda escondido entre aceras, calles y carreteras, acechando el día en que podrá pegársele a la suela de algún zapato como una ventosa sucia y rugosa.
Por eso, masticar chicle se parece mucho a lo que sucede entre Danilo Medina y el proyecto Punta Catalina, pues algo placentero y enriquecedor (aplíquense todas las acepciones), en apariencia controlado por consultores y mercadólogos, se va transformando en un problema insoluble.
Comenzaba el presidente a descansar del escándalo respirando airecitos higiénicos de inauguraciones y recepciones, cuando apareció en los medios el informe del Ingeniero Eulogio Santaella, cuya contundencia lo embarra sin miramientos.
Si leemos el irrebatible documento, elaborado al detalle por el prestigioso profesional, no puede quedar espacio para la duda: el contrato ha sido un fraude monumental. El gobierno no lo puede rebatir. Punta Catalina es un chicle que el presidente no puede tragarse, ni escupir, ni quitárselo de encima.
No sé de qué manera los indios manejaban aquel “tzictli” de la salvia del Sapota para evitar embarrarse. Supongo, que moviéndose en cueros por la selva, el tollo no era frecuente, ni complicado limpiarlo.
Pero en este país, y en el 2017, está a la vista que el presidente Medina, quien anda bien vestido y no ni vive en la selva, no puede desprenderse del chicle de Punta Catalina. La golosina se transformó en un magma viscoso que lo desespera, le pica, y no puede rascarse.