“La pelota no se mancha” dijo Maradona cuando quiso justificar su debilidad por las drogas. El argentino no sólo era genial con los pies, sino también con la palabra. De eso quisiera hablar, de la pelota inmaculada. No de la que vende Adidas a 140 euros y que está rodando en los campos franceses, donde se celebra la Eurocopa ni de la otra, que Nike elaboró –con la ayuda de niños asiáticos– para la Copa América de similar precio, sino de la que hacen los pobladores de Chichihualco, en el estado de Guerrero; territorio de México marcado por la violencia y la miseria.
Chichihualco es un pueblito enclavado en las montañas que, desde hace más de cincuenta años sobrevive manufacturando balones. Si no es por la nota de La tribuna de Ginebra (la ciudad suiza, no la bebida, que la obtiene de AFP) ni siquiera me hubiera enterado de su existencia.
Todo comienza con un tal Eulalio Alarcón, que había ido a la capital para abastecerse de cuero, hilos y agujas, presentía que en Chichihualco se podrían fabricar pelotas, así que repartió los insumos a los curiosos que lo miraban expectantes y entre todos, se pusieron a chambear…Eran los años sesenta.
Por aquellos días, lejanos y gloriosos, las marcas nacionales allí conseguían la “de gajos”; incluso llegó a exportarse, menciona Alberto Morales, fundador de uno de los setenta talleres que había antes en el pueblo y que producían setenta mil “esféricos” al mes.
En aquella época, inclusive la selección mexicana jugaba con los balones de Chichihualco. Hoy todo ha cambiado, pues sólo el futbol amateur se abastece de ellos y el equipo tricolor, se viste y se desviste por obra y gracia de Adidas (y de televisa).
En estos últimos tiempos, han llegado desde China y Paquistán pelotas malas y baratas, por lo que la producción local se ha estancado. En el taller de Alberto Morales se elaboran unos mil balones a la semana; no pueden hacer más por falta de dinero para invertir, se lamenta. Eso sí, los suyos que además tienen marca propia: “Don Beto”, son mejores que los chinos: “Cuando pateas uno de esos, nunca se sabe para donde va a correr la bola”.
Pese a todo, la mayoría de los pobladores participan de este trabajo artesanal. Como Virginia que si algo ha hecho durante su vida es coser balones. Empezó en la adolescencia y ahora tiene 72 años. Puede armar cinco pelotas al día, pero es tan poco lo que saca (50 centavos de euro por unidad) que ni siquiera le alcanza para comprar frijol, suspira. Me parece un personaje Rulfiano, con esos dedos duros, que no necesitan del dedal para protegerse de la aguja.
Aunado a la competencia asiática, muchos de los lugareños emigran a los Estados Unidos, mientras que otros, son obligados por los narcotraficantes a sembrar amapola, pues la sierra guerrerense es ideal para su cultivo. Por eso la violencia ha desdibujado el ambiente: no lejos de allí se encuentra la Escuela Rural de Ayotzinapa, de triste recuerdo, donde estudiaban los 43.
Ante tan desolador panorama, ya nada más quedan unos quince talleres en pie. Si uno camina por el pueblo no tendrá problemas en ubicarlos, pues sus muros están cubiertos de pelotas multicolores. A trompicones pero la tradición continúa y se ha trasladado a los reos del penal de Chilpancingo, que han aprendido a cortar cuero sintético y a coserlo.
Decía Eduardo Galeano que la pelota es orgullosa, que exige que la traten bien y no a patadones. Esto lo saben de sobra las cuarenta familias que siguen “cosiendo y acariciando” los balones que ruedan en las canchas olvidadas de México.