El mundo, aparte de ser una isla, un ombligo o un pañuelo, es también ancho, ajeno y multicultural.

Amé a Chicago desde el primer instante en que puse un pie fuera del Amtrak que me llevó hasta ella cuatro inviernos atrás. Hasta entonces, en los recovecos hollywoodenses de mi memoria persistía la idea de una Chicago llena de gansters matando gente a troche y moche con una ametralladora desde un Ford modelo 1925. Varias visitas después, la ciudad de los vientos se abre ante mi entendimiento, como la urbe multicultural que es (se parece a todas, y las contiene a muchas, sin perder su distinción), muestra fehaciente y vital de que si algo define a los Estados Unidos es su condición de tierra de inmigrantes por excelencia.

Chicago es para mí, en primer lugar, Emily, la amistad incondicional que nos profesamos; su perro Idaho de hocico largo y mirada tierna yendo cada tarde al parque del viejo y enorme edificio donde funcionan tres escuelas públicas. Emily, la norteamericana más cosmopolita de la bolita del mundo, a quien le puedes preguntar sobre cada uno de los restaurantes del barrio hindú, boricua, mejicano, chino o polaco en aquella ciudad que ella habita con tanto placer. Emily, que siempre me complace en ir a degustar con las manos comida etíope al sitio que queda a la vuelta de su casa, donde en cada ocasión me escucha decir que “los dominicanos nos parecemos tanto a los etíopes”.

Chicago es la ciudad hacia donde huyo cuando los silencios del suburbio me apabullan. Allí soy la amiga que comparte un té mirando caer un chorro de nieve ventosa bajo 0 grados; la que disfruta del calor sentada en la arena frente al único lago parecido al mar que he conocido hasta ahora; la poeta dominicana invitada al Festival de Poesía de abril donde la maravillosa Juanita Goergen recibe anualmente a poetas de diferentes procedencias; la que por primera vez y no sin cierto temor, ha leído sus poemas traducidos al inglés ante un público desconocido, en el lanzamiento de Make Magazine. Y como perderse en una ciudad es la mejor manera de encontrarla y conocerla, soy también la que hace poco se perdió entre los rieles de la línea roja del metro en dirección a las calles coloridas de Pilsen, con sus murales en mosaico, donde en Radio Arte me esperaba un chico de origen mejicano para hacerme la entrevista más alucinante que me han hecho en mi vida.

El otoño recién pasado, una noche en la que todavía el frío no me hacía botar humo por la boca, me adentré a uno de esos bares que la contracultura convierte en templos. Allí, en un escenario un tanto descuidado, una comediante hacía de tripas corazón para hacer reír a un público exigente, pero aún así lo suficientemente tolerante como para soportar los chistes malhumorados de la comediante en cuestión. Salvó la noche la cantautora de boca y guitarra rojas y  voz poderosa que luego supe, enseña en una universidad durante el día. La noche concluyó en The Green Mill, club nocturno preferido por Al Capone, según lo que me aseguraron los lazarillos de distintas nacionalidades que me acompañaban. No más entrar al Green Mill entendí por qué a Caracortada era un asiduo de aquel sitio hasta el punto de tener una puerta secreta que conducía a la calle, en caso de que llegaran los del FBI. Yo misma me sentí embriagada en la sofisticación ahora más informal del lugar, mientras en un escenario propio de una película de Fellini, los músicos de una big band jammeaban a todo dar hasta el amanecer.

Ni qué decir de Chicago y sus museos, el teatro en español en el Teatro de las Villitas, los performeros de Humbolt Park,  las distintas actividades organizadas por la revista Contratiempo, la presencia siempre estimulante del compatriota escritor Rey Andújar… y me quedo cortísima. Sé que como todo lugar en este mundo, en Chicago no todo es color de rosa, pero cuánto me gusta seguir descubriéndola.