En la opinión pública nacional ha causado revuelo la prohibición del espectáculo de la estrella de la farándula Miley Cyrus, por parte de la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos, con el argumento de que dicho evento atenta contra la moral y las buenas costumbres.
La justificación de la prohibición raya en el cinismo y llama a sospecha, porque esa misma comisión no se ha pronunciado en los últimos años contra canciones, videos y espectáculos que promueven comportamientos como la violencia, la degradación de la mujer, etc.
Sin embargo, lo más importante, desde el punto de vista filosófico, no es si hay razones para la prohibición del show, si no, el hecho de cuál es la justificación de la existencia de una comisión que tenga la ostentosa función de supervisar si un espectáculo debe ser observado o no por la ciudadanía, como si ésta fuera un conglomerado de infantes a quienes hay que regular lo que puede o no puede ver.
La existencia de esa comisión es incompatible con una sociedad democrática. En ésta, las personas adultas tienen el derecho a decidir lo que desean ver, escuchar o leer, independientemente de que un segmento de esa misma sociedad considere el producto intelectual creado como transmisor de valores contradictorios con las prácticas morales asumidas como buenas en dicha comunidad.
En una sociedad abierta no pueden existir comisiones que regulen la moralidad de una sociedad, porque entonces, los integrantes de dichas comisiones se erigen en una “casta de expertos” que establecen lo que es correcto o incorrecto, imponiendo normas de conducta al resto de la ciudadanía, más allá de las normas jurídicas establecidas por los códigos jurídicos de toda sociedad civilizada. La existencia de dicha comisión está más acorde con sociedades autoritarias.
Después de censurar un evento, una obra de arte o un texto sobre la base de argumentos morales, abrimos la caja de pandora para que cualquier creación intelectual sea prohibida si la misma disgusta a la sensibilidad de los integrantes de la comisión de turno.
Por igual, se abre la puerta para que el fundamentalismo religioso decida censurar o aniquilar cualquier producción intelectual reñida con la interpretación de un dogma o de un determinado sistema de creencias. ¿Recuerdan lo que ocurrió con la película de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo?
Quienes aprueban la censura en nombre de la moral tienen miedo a que determinadas creaciones artísticas destruyan a nuestra comunidad. Pero ninguna producción intelectual puede destruir a una sociedad democrática como si puede hacerlo la prepotente actitud de censurar aquello que no participa de nuestra escala de valores.