El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.

Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.

Cárcel de Nigua

Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.

Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco.

Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración.

La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.

Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.

Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.

Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.

En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.

De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.

La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia.

Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.

Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.

Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió abusos interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.

La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.

Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia.

Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).

Bibliografía:

Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”

http://hoy.com.do/un-libro-sobre-la-siquiatria-en-republica-dominicana/

Bombas contra Trujillo en Santiago,

https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/bombas-contra-trujillo-en-santiago-ELDL211476

Lino A. Romero, “Historia de la psiquiatría dominicana”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”