Resulta cuesta arriba escuchar a jóvenes, periodistas incluidos, asombrarse de lo que van conociendo a través de las audiencias del “Caso Coral”. O no estudiaron nuestra historia, o desconocen las riquezas de los jefes militares de ayer y de hoy.

Mientras a pujos se forjaba esta democracia coja, era difícil deslindar el poder civil del militar y del norteamericano. Sin el concierto armónico de ese trío, nadie gobernaba. Alternaban caudillos militares y civiles, amenazados o destituidos por golpes armados. El uniforme marcaba el ritmo político, hasta culminar en una dictadura vestida de bicornio y charreteras. Entonces, comienza el gran desfalco nacional. Y nunca se detuvo.

Trujillo administró el robo público como un jefe mafioso. Decidía quién y cuándo podía enriquecerse en sus funciones: aquellos que metían la mano a destiempo se jugaban la vida y el cargo. El robo se hacía siguiendo estrictas órdenes superiores. Así fue distorsionándose la ética de muchos oficiales.

Concluye la satrapía. Bosch llega al Palacio. Allí le encaran los mandos trujillistas acostumbrados a recibir “lo del comandante”. Todavía metían miedo. Don Juan, apegado a la ley, se enfrenta con ellos. Terminó exiliado en Puerto Rico.

Asume luego Balaguer, veterano conocedor de los tejemanejes de la guardia, y asegurándose su gobernabilidad los divide, pero permite que se lleven su tajada. Llama al ilícito “el alimento de la boa”. Tolera sus negocios turbios, contrabando, coimas del narcotráfico, manipulación de la justicia, etc. Una estrategia exitosa que le permitió gobernar hasta que le dio la gana.

De una manera u otra, cada presidente imitó a Balaguer y toleraron – hasta ahora – los negocios del alto mando. Se puede decir, sin temor a exagerar, que quienes pasan por la jefatura de las Fuerzas Armadas y  de la Policía salen de allí ricos. “Hacerse” es considerado un privilegio inherente al rango. Una distorsión ética permanente y retardataria.

Los generales sirven a los presidentes de turno más que a la patria. A cambio de esa lealtad, hacen y deshacen con las nóminas que administran, con “presupuestos secretos”, obtienen regalos de la caja chica, “gastos especiales”, multiplican sueldos, y se brincan la ley a su antojo. Adquirieron – otorgado por los gobernantes, la justicia, y la sociedad – el estatus de intocables. Nadie les obliga a rendir cuentas.

La cultura de corrupción debilitó el pundonor militar envileciendo la oficialidad. Perdieron liderato y respeto. Hoy, saben bien que no tienen capacidad ni deseo de dar golpes de estado. Su prosperidad depende de esta democracia permisiva. De pendejos, ni un pelo tienen.

El Mayor General acusado por el Ministerio Publico, viejo cristiano, estuvo y está al servicio de Danilo Medina y del PLD, no de la patria.  Participó en la intimidad palaciega; conoce tratativas delictivas ejecutadas durante esas décadas. Sirvió a los gobiernos más corruptos de nuestra historia.  Dejó pasar muchos pecados sin clamar por el cumplimiento de los mandamientos.  Quizás, en sus funciones perdió algo de su esencia cristiana. Es difícil servir a Dios y al diablo.

Resumida esta triste historia, de lo único que debe asombrarse la juventud es de estar viendo frente a un juez a oficiales superiores (culpables o inocentes, ya se decidirá en un juicio) rindiendo cuentas a la nación y a la justicia. Se cuestionan sobre una red delictiva operada por una elite militar, modalidad criminal que, de acuerdo con uno de los imputados, existió y existe dentro de la administración del Estado.

Presenciamos un hito en la historia militar y jurídica dominicana. Un juicio que podría devolver la dignidad degradada de las Fuerzas Armadas. Este proceso no es ofensa. Es una reivindicación que debemos celebrar.