El pasado lunes 20 de noviembre la Casa Blanca anunció el fin del programa humanitario de Protección Temporal, conocido por sus siglas en Inglés como T.P.S., que protege a unos 59,000 haitianos residentes en Estados Unidos de ser enviados compulsivamente a su país de origen. Estos refugiados fueron afectados entre otras calamidades por el devastador terremoto que asoló a Haití en el año 2010. La medida coercitiva tendrá efecto a partir del 22 de julio del 2019.

En una escueta nota de prensa, el Secretario de Homeland Security, John F. Kelly, advirtió que “dado que Haití ha estado mostrando significativos progresos en la reconstrucción del país, los beneficiarios del estatus TPS deben prepararse para su pronta partida.”

Es irónico que sea precisamente John Kelly el portador de este fatídico anuncio. Después de todo, Kelly fue jefe del Comando Sur entre los años 2012 a 2016, lo que lo convierte en una de las personas mejor informadas dentro de las altas jerarquías de poder y de las instancias de planeación estratégica, sobre las situaciones críticas por las que ha atravesado, y en las que aún se encuentra sumido el país más pobre del hemisferio, tras la zaga de terremotos, huracanes, cólera y dos gobiernos incompetentes.

De ser este contingente de personas enviados de vuelta a Haití, las consecuencias serían catastróficas; para ellos y sus familias como afectados directos; para el resto de la sociedad haitiana que intenta solventar las condiciones infrahumanas dentro de las cuales todavía subsisten, y para las demás naciones de la subregión del Caribe que ya han asumido en mayor o menor medida algún nivel de responsabilidad compartida, y que anticipan un reflujo de magnitudes desproporcionales respecto a la capacidad de absorción de algunas de las economías más pequeñas.  Esta preocupación ya la externó vehementemente  el ministro de asuntos internacionales de Bahamas  la semana pasada, y no es de extrañar que se haga eco en otras latitudes de una región abrumada por el impacto de los recientes desastres naturales, y la condición de aislamiento y abandono a la que han sido confinados muchos de las pequeños países y territorios por parte de las grandes naciones del continente, con mucho más recursos territoriales y materiales para disfrutar y repartir.

De ser repatriados estos nacionales haitianos estarán sujetos a una doble condición de desarraigo. Esto así, si entendemos en términos jurídicos y sociales la categoría  de arraigo como el vínculo de un extranjero con el lugar donde reside, la tenencia de un domicilio fijo, su solvencia económica, su inserción laboral, sus vínculos familiares y de amistad, su sentido de pertenencia a micro comunidades, y para algunos, la persecución de intereses profesionales y oportunidades de movilidad social ascendente. Siguiendo esta caracterización, pocos pondrán en duda que la gran mayoría de los que se encuentran actualmente protegidos por el estatus de temporalidad perdieron todos esos atributos, y muchos más, en el terremoto que sacudió la media isla hace casi una década, y en las catástrofes que les precedieron. Por otra parte, muchas de las historias que han salido a la luz en estos días  sobre personas que se encuentran actualmente amparados por dicho estatus, responden en su casi totalidad a este perfil de arraigo en Estados Unidos.

En una reciente investigación realizada por el Centro de Estudios de la Migración (CMS) se encontró que en promedio esta población haitiana vinculada a este estatus protector ha residido en Estados Unidos por aproximadamente trece años, en lugares como Florida (unos 32,500), New York (5,200 personas) New Jersey (3,400) y Massachusetts (2,700). El  81% de ellos están empleados en algún sector de la economía formal y más del 80% se sitúa por encima del nivel de pobreza, lo que ha permitido que unos 6,200 se hayan convertido en  propietarios de hogares que han logrado comprar con el fruto de su trabajo. Todo ello les ha permitido convertirse en un actor relevante para la sobrevivencia de los que han quedado atrapados en la insularidad precaria del hermano pueblo de Haití. Los que vivimos en países del tercer mundo entendemos muy bien el papel que juegan las diásporas en nuestras economías individuales y colectivas. Por ello, me atrevería a decir, que si algún alivio ha tenido Haití durante estos siete años pos terremoto, ha sido el haber relocalizado parte de su población en otro país, desde donde han podido trabajar, ganar honestamente su sustento y proveer del suyo, desde la distancia, a sus familiares por medio de las remesas que envían regularmente.

De esta población de nacionales haitianos residentes legalmente en Estados Unidos ha surgido una nueva generación, conformada por 27,000 ciudadanos norteamericanos. Dado que el 75% de los más de 50,000 personas haitianas hablan inglés bien o muy bien, y 37% poseen licenciatura o algún otro grado superior, ellos también juegan un papel importante para las economías de los estados, cada vez más drenadas de mano de obra calificada y sema-calificada. Tan es así, que la participación de la población bajo estatus TPS en el mercado laboral ronda entre 81% y 88%, esto es, muy por encima de la tasa de participación de la población de nacionalidad norteamericana, la cual se estima en 63%,  y de la población nacida fuera del país (66%). En lo que respecta a la inserción laboral de las personas haitianas, estas han devenido muy relevantes en el sector de la salud y la atención primaria a personas ancianas, a un punto tal que el propio Alcalde de Boston, Martin J. Walsh escribió al Secretario de Homeland Security,  John F. Kelly y al Secretario de Estado Rex Tillerson, abogando por la extensión del estatus de protección. El Alcalde Walsh fue enfático en su petición, por la predicción  de las potenciales repercusiones negativas que tendría para la economía local en Estados Unidos frente a la demanda insatisfecha de esta mano de obra,  y sobre todo por el impacto en las vidas de los que quedaron atrás, sin dejar de considerar el consecuente efecto desestabilizador que produciría la eventual repatriación masiva de nacionales para la gobernabilidad en Haití.

Sabemos que la presente administración norteamericana no se rige por estrategias racionales, y más bien se comporta de manera autista frente a las cuestiones estratégicas y sus potenciales repercusiones, pero si ninguno de los argumentos esgrimidos aquí no fuesen suficiente, solo resta apelar al viejo dicho de la sabiduría popular: “¿Para que arreglar lo que no está roto?