Hace unos días, durante la puesta en circulación en Santiago de mi libro "Corrupción y cartelización de la política en la República Dominicana", un joven preguntó si la corrupción es genética.
Me resultó interesante y genuina la pregunta. Expliqué que las personas dominicanas no somos en esencia corruptas, si bien el flagelo de la corrupción podría estar presente en el ADN de algunas personas dominicanas, ya que hemos vivido la experiencia del robo público durante centurias, acrecentado sobremanera desde 1996.
La corrupción es un engendro de la colonización y post colonización que está presente en nuestro lar y en muchas otras sociedades, ya que es un sustento del capitalismo.
Como pueblo, las personas dominicanas enarbolamos valores que contrarrestan el peso de la corrupción, como son la generosidad, la solidaridad y la confianza en las demás personas. Valores que son los que nos distinguen como nación y constituyen el sostén de nuestra convivencia cotidiana, fundamentan nuestras experiencias migratorias y nutren nuestro auge en el sector turístico.
De lo que se trata es de reivindicar la generosidad, la solidaridad y la confianza y exigir a las autoridades públicas y a las corporaciones empresariales que les respaldan que actúen en consonancia con esos valores.
Esos valores actúan de la mano de la justicia social y la redistribución equitativa de las riquezas. Esos valores fueron decisivos en la destrucción de la férrea dictadura trujillista y el autoritarismo modernizador de Balaguer.
Esos valores son también los que permiten que cientos de miles de personas autofinancien su participación en la Marcha Verde y contribuyan a que otras personas se movilicen en contra de la corrupción y la impunidad de las autoridades que gobiernan el
país desde 1996.