Corría el año de 1989, el avión descendía cortando una neblina espesa hija del rocío mañanero y la contaminación de las pesadas industrias metalúrgicas de Rio de Janeiro. Aquella bestia de acero venía dando saltos desde El Caribe, cruzando la tierra venezolana del gran Bolívar, hasta realizar su vuelo libre transamazónico que me condujo a tu inmenso Brasil por primera vez. Sus patas de caucho atravesaron la gran Bahía de Guanabara, belleza que nunca duerme por estar atrapada entre sonidos de tambores carnavalescos y la eterna playa de Copacabana. Caminé la cáscara lujosa de la ciudad carioca, reina de la samba y pasarela, hasta aterrizar en Belo Horizonte, Minas Gerais, un diciembre artillado por un calor implacable.
Quería ver y escuchar todo al mismo tiempo, gente, calles, comidas, música, pero nada tenía las dimensiones pequeñas de mi isla caribeña, todo era grande en espacio y multitud. Con el paso de días y meses entendí que la grandeza de tus sueños era fruto de aquella complejidad innombrable. Tu Brasil reventó todos mis horizontes, me mostró el cono de países más al sur del mundo, me desveló a Latinoamérica como un gigantesco lienzo de piel y un puesto original para pensar el mundo con palabras e identidad propia. Pantanal, aquella novela de naturaleza silvestre y riqueza inaudita, me enfrentó con el otro lado de la realidad narrada en la película Pixote (ley del más fuerte), sobre niños que tenían como única familia y hogar las principales calles de tu país. Esa era la marca universal de aquel monstruo dormido que todos conocían como Brasil, suma de favelas, pobres enlatados, una fábrica de miseria y soledad.
Esta verdad contrastante, amamantada entre lujosos centros metropolitanos y condiciones de esclavitud, te hizo tornero metalúrgico sindicalizado en años de dictadura. Con el paso del tiempo, tu terca imagen fue desempolvando, desde los socavones oscuros de la pobreza, sueños olvidados e imposibles en el mundo de los nadies, hasta convertirte en un nuevo rostro de líder nacional. Te pellizcabas, te mordías los dedos hasta convencerte de que aquel enero del 2002, sin títulos universitarios en tu haber, ocupabas la primera magistratura de tu país.
Tus lágrimas, junto a la miseria de tus seguidores, salieron temblorosas, vestidas de alegría, olvidando por un instante la agresión eterna hasta consolar la tristeza sin fin. El calendario movió los meses, los años y quisiste aplicar la economía doméstica de tu madre a todo lo ancho del inmenso Brasil. Ese afán desmedido de tu progenitora de atender a sus hijos más débiles, los mas enfermizos, los vulnerables, los sin identidad de papel se convirtió en tu norte, tu ideología de calle. Eso sonaba bien para ser aplicado en el fuero interno del hogar. Pero, ¿para todo un país?
A la sombra de ese gigantesco árbol sindical y familiar, se te ocurrió desde tu posicionamiento en la dirección del país, mezclar pobres, negros, blancos y ricos en las mismas universidades públicas. No aprendiste que a pesar de los siglos, redimir crímenes de lesa humanidad es cosa imperdonable. Este gesto de congregar los segregados junto a los “civilizados”, es pecado original desde la misma creación colonial de este gran continente que nos vio crecer como seres de segunda clase. Esto fue, sin dudas, afilar el cuchillo para tu propia garganta. Como se te fue esa pifia, las fronteras, los güetos, la separación entre los individuos, no solo es generador de un orden de castas infranqueable, sino el sostén de los dueños de la humanidad en el tiempo. La separación entre los grupos por colores y teneres es la matriz del poder de una pequeña élite sobre la mayoría. Eso no se toca, es el secreto de los caballeros de sangre azul, hijos de los dioses colocados en el centro de nuestros altares invisibles.
Con estos primeros hechos cortados por el filo del tiempo, atino a decir que tus locuras comenzaron en el mismo vientre materno. Lula, ¿cómo te atreviste a insinuar semejante barbaridad? ¡Eso de tratar a las empleadas domésticas como ciudadanas con derechos! Aunque los ricos ganaran más, jamás entenderían que tenían que pagarles un mejor salario a sus empleadas iletradas por el simple hecho de adquirir derechos. La distinción entre los individuos no tiene los derechos como límites, sino el poder de pago de una MasterCard. ¿Cómo se te ocurrió convertir a un objeto del museo de la miseria, fuente justificadora de la riqueza de algunos, en sujetos con derecho a decidir el destino nacional? Mucho menos transformarlo en miembro pleno de la condición humana. La chusma es chusma con derecho pleno, eso está escrito en cualquier manual de historia nacional elemental de este gran continente tuyo y mío.
¿Sabes? No te lo mando a decir con nadie. Aprendiste muy poco sobre los crasos errores anteriores. ¿Cómo permitiste que las salas de espera, de embarques y desembarques de los principales aeropuertos de tu país se llenaran de gente en chancletas (chinelos), con bermudas de colores indescriptibles, con costumbres pedestres y portando lentes oscuros con franca pinta de turistas. No sé, tal vez te creíste dueño del país, el poder se te subió a la cabeza o te contagiaste del elitismo natural que sufren los desheredados desde que se ven con un poco de poder. Eso de hacer de Brasil una nación de bananeros no agradó a sus legítimos propietarios históricos.
Apreciado Lula, ya es tarde en la noche y de estas cosas solo se puede hablar en la oscuridad, cuando la humanidad duerme. Antes de irme a la cama no quiero dejar de mencionar uno de tus grandes fiascos y real fracaso. ¿De dónde fue que te surgió la idea de ayudar a barrios enteros a comprar televisores de 50 pulgadas? Insististe en dar derechos a los que la biología social de tu país los había excluido desde tiempos inmemoriales. Ellos ya estaban cómodamente habituados a vivir sin conciencia ciudadana, eran animales domésticos y obedientes al que tenía el cetro de mando.
Mira lo que te voy a decir, aquí en mi país, la gente actúa pero no son reconocidos como parte de la pieza del teatro nacional; somos chusma y chusma moriremos. Tenemos un fabuloso sistema de partidos políticos en el que nadie cree, y la gente paga sin aburrirse cada cuatro años, para ver la misma pieza teatral. Por el contrario, un energúmeno numerólogo y prestidigitador de emociones futuristas lo acaba de catalogar como uno de los países más felices del mundo. Ven para acá para que aprendas y no cometas las mismas barbaridades que ahora te están haciendo pasar un mal rato junto a tu Dilma. Si me lo permites, mañana quiero seguir dándote otros consejos útiles para que puedas salir del atolladero en el que encuentras.
Con esa imagen brasileña salí de tu país despidiéndome de mis muchos amigos dejados en los barrios de Justinopolis, San Miguel y Feliz Landia, en el municipio de Ribeirão das Neves, Minas Gerais y al noroeste de Belo Horizonte una tarde de julio de 1992. Pensé que nunca más volvería a ese que se convirtió en mi segundo país.