Queridos amigos y amigas:
La Navidad tiene el sabor de la vida que siempre comienza. Es la celebración del nacimiento del Niño. Y por su proximidad con el fin del año nos invita a recordar lo vivido. Por eso es el tiempo ideal para reencontrarse con la familia y los amigos. Para celebrar y compartir.
Este año estoy pasando el mes de diciembre en la Amazonia brasilera. Tierra de grandes ríos y selvas que parecen querer comerse las ciudades. Hace unos días, conversando con unos niños del centro de Fe y Alegría en Manaus, me preguntaron cuántos países había visitado. La cuenta me llegó a 37. Y Ana Miriam, una niña de sonrisa encantadora, me miró y exclamó: "Debe ser millonario". Sin serlo he tenido la suerte de poder cosechar amistades en muchos de ellos, donde tuve el tiempo suficiente de compartir sueños y proyectos.
Siempre en la tradición cristiana este tiempo ha tenido una referencia a la migración. Jesús nace fuera de su tierra, en una ciudad donde, debido a su pobreza, no es bien recibido. Pero quizá nunca caí en la cuenta hasta que celebré la primera Navidad como migrante. En realidad no era yo un migrante. Era un estudiante que salió a estudiar fuera de su país por un año. Pero estaba lejos de la familia, de los amigos, de la tierra. Una fiesta familiar, como es la Navidad en nuestra cultura, sin la presencia de ningún pariente, se carga con fuerza de recuerdos y añoranzas.
Y en realidad terminé siendo un migrante permanente. He vivido por al menos un año en siete países diferentes. En 71 años sólo pasé los primeros dieciocho y otros dos en la tierra que me vio nacer. Sin embargo siempre me he sentido en casa donde he vivido. Uno aprende a llevar el hogar en la mochila, a sentirse en su tierra donde llega y a reconocer como amigos los extraños. La vida es ser peregrinos y el encanto del camino es que nos enseña a soñar la patria siempre más adelante.
Hoy se calcula que más de 200 millones de personas en el mundo viven fuera del país en que nacieron. Son muchos más si contamos los migrantes internos, que viven fuera de la región que los vio nacer. Y si hablamos de descendientes de migrantes, toda la población de las Américas queda incluida.
Dos momentos en mi vida me han hecho sentir especialmente peregrino. La primera fue cuando trabajé en Fe y Alegría, sintiéndome en casa en cada país donde encontraba el mismo lenguaje, la misma identidad, los mismos sueños. Lo mismo en el Chad, España, Bolivia o Haití.
La segunda es ahora, al servicio de la Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina (CPAL), acompañando tantos compañeros que compartimos una misma misión e identidad. La identidad se nos va haciendo más grande que las fronteras nacionales y la misión salta más allá de los límites geográficos. La patria y los amigos se expanden y nos agrandan el corazón, enseñándonos a querer como hermanos y hermanas a muchos a amigos y amigas a lo largo y ancho de este mundo cada vez más grande y más cercano. Es bonito cuando descubrimos que las distancias y el tiempo no consiguen arrancar los afectos y las amistades.
Y para el próximo año un nuevo destino. La sede de la CPAL pasará de Rio de Janeiro a Lima. De nuevo la oportunidad de descubrir nuevos espacios, nuevas culturas, nuevos amigos; sin cortar los hilos que me siguen uniendo con tantos rostros queridos con los que hemos hecho historia juntos.
En el 2012 tuve la oportunidad de vivir muchos momentos que me marcaron. Quiero recordar sólo dos aún recientes. La visita a Santiago de Cuba después del paso destructor del huracán Sandy. La mitad de las casas quedaron sin techo. Muchas, como las iglesias de Sueño y San Vicente, se fueron completas con el huracán. Dos semanas después la mayoría continuaban aún destechadas. Pero minutos después del huracán la vida recomenzó. Actividad solidaria que recogió planchas de zinc, reconstruyó parcialmente, acogió al vecino que había perdido su hogar, ofreció un plato de sopa caliente. Como esos árboles arrancados de cuajo por los vientos, que desde el pequeño hilo de raíz que le quedó enterrado en la tierra, comenzaban a echar una nueva rama coronada por una hoja verde esperanza. A pesar de la furia de los ciclones, la vida siempre es más fuerte.
A Manaus llegué unos días después que el fuego destruyera más de 500 casas de madera construidas sobre una cañada. Sólo quedaban las estacas de madera calcinada aún en pie, desafiantes, donde antes estuvieron las casas para protegerse de las crecidas del río. Aún estaban en pie. Como la comunidad, a la que encontré reunida con representantes del gobierno para negociar la reconstrucción del barrio. Dispuesta a comenzar de nuevo. Porque la vida es más fuerte que la voracidad del fuego.
Por eso celebramos cada año la Navidad. Para recordar que la Vida es más fuerte. Que el Niño que nace nos recuerda que el Dios de la Vida vuelve siempre a brotar con fuerza sobre los restos de nuestros incendios y huracanes. Para celebrar la esperanza que descubrimos en la solidaridad de la comunidad, en el cariño de la familia, en la esperanza que no muere.
Esta nochebuena la celebraré en una embarcación regresando de Tabatinga, triple frontera de Colombia, Perú y Brasil, puerto de entrada de migrantes haitianos al Brasil. Esa noche quizá cruce la frontera alguna familia haitiana, como una vez cruzó la frontera la familia de Jesús para salvarlo. Y lo haré recordando la invitación de la iglesia cubana a celebrar esta Navidad con un abrazo de reencuentro con aquellos de quienes estamos alejados, divididos por fronteras nacionales, o de prejuicios, o de ideologías, o de ofensas nunca perdonadas, o de heridas nunca sanadas; separados por la distancia, el rencor, el tiempo o la indiferencia.
Me sentiré especialmente unido a ustedes, que forman ese gran círculo de familia y amistad; de los cercanos, aunque estén lejos; deseando que también ustedes puedan sentir y compartir ese abrazo de reconciliación y apoyo, de cercanía que alienta nuestra esperanza y nos pone a andar con la vista en el horizonte y el corazón entusiasmado.
Feliz Navidad y Nuevo Año para todas y todos !